Penitencia…

Mariana se dirige a la estación del metro Chapultepec. Camina ensimismada y muy a prisa, observando un punto fijo en el suelo. De la mano lleva a su pequeño, que juega a esquivar los obstáculos que se le presentan en ese estrepitoso viaje que no repara en él. El niño procura no soltar una pequeña pelota de espuma que lleva en su mano derecha, intuye que hacerlo significa el fin del ritual, pues en tal caso sólo podrá ver como esta se hace más borrosa, desapareciendo como antiguas huellas en una playa desierta. Lo que menos quiere es perderla, por tal razón se aferra.

Hace unas horas un síntoma en la mente de Mariana reclamó su lugar a la lucidez. Un recuerdo de un momento, un sueño tal vez. El placer del flagelo y la sustancia: el pecado. En su carrera ella trata de escapar, pero en realidad sabe que el camino de llegada es el retorno: la penitencia.

Llegan a la estación. Bajan al andén, y se escuchan las palabras precisas que anuncian el punto de llegada: —¡Puta hija de la chingada! Mariana recibe el primer golpe de un hombre que no es el padre de su hijo. El niño suelta su tesoro.

La pelotita rueda indiferente, atraída por las vías; el azar la hace pasar caprichosa por entre las piernas de los usuarios. Un aire artificial refresca el subterráneo y el rumor a lo lejos indica que el tren se aproxima.

Individuos cabizbajos con espaldas cansadas no reparan en el movimiento de la esfera. El niño renuncia a las manos que lo aprisionan y huye tras ella. La alcanza y la toma con todas sus fuerzas. Es feliz.

Ya sin su hijo y con el rostro desfigurado, Mariana llora días enteros. Los golpes y el esperma en su cuerpo son su único consuelo: su penitencia.

Imagen: ‘Animus’, Carlos Cárdenas

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