El Catrín

Bitácora de viaje:

San Juan Bautista, Coixtlahuaca, Oaxaca, mayo de 2011

Me encuentro en la coyuntura del jaripeo —uno de los eventos principales de la fiesta patronal del pueblo— y los duelos realizados hasta este momento han levantado un ánimo de fiesta en el público, el cual se muestra amable y juguetón, aunque un poco impaciente. El Niño de Oro de Coixtlahuaca se prepara para montar al toro El Catrín. Hay gran expectativa en las gradas, pues la bestia es famosa —la gente le apoda «el toro que vuela»— y se le ha reservado como el plato fuerte del espectáculo. La música de banda, con su ponderación de los metales de viento (trompeta, trombón y tuba) particulariza aún más el ambiente. La mayor parte de los asistentes bebe con avidez cerveza, tepache o mezcal: como si quisieran potenciar la espera, y llevarla a buen puerto. El jinete despeja la tensión persignándose con un poco de tierra que ha tomado del ruedo. La muerte no es segura, como en las corridas de toros, sino tan sólo una posibilidad, y en este caso no para el animal, sino para el hombre. Al montar, aguanta tres o cuatro reparos antes de salir disparado. Durante esos segundos la bestia y el hombre son uno solo: las venas del animal, hinchadas de energía, parecen conectarse con la arquitectura del jinete (que a pesar de las sacudidas se desenvuelve elegante y soberano). —Capto la fotografía—. Es un espectáculo inocuo y a pesar de eso se intuye un profundo sentido estético que no termino de comprender. La algarabía cunde en los asistentes. Y yo no puedo evitar contagiarme de esa vehemencia.

Fotografía: ‘El Catrín’, Miguel Juárez Figueroa, 2011