Mariel y el día de muertos

En el fondo del alma siempre existe
el anhelo de darse libremente
a algo que no sabemos, puro y claro,
cuyo nombre ignoramos, y creemos
que ser buenos en ese afán consiste.
Y yo era bueno si con ella estaba.
Elegía de Marienbad
Goethe

Han cortado la rama que pudo enderezarse;
Han quemado la rama que de Apolo es laurel.
Y antaño floreciera en este hombre sabio.
Ha muerto Fausto. Contemplad su infernal caída
Fausto
Christopher Marlowe

Eres la más presente de las mujeres / y no apareces. Francisco Hernández.

Mariel: me emborraché después de cuatro meses de asueto alcohólico. Decidí romper con esa absurda sobriedad debido a que ayer fue tu cumpleaños. Y hoy quisiera ofrendarte este primero de noviembre. Son las 12 de la tarde y camino por la calle Zaragoza en Coyoacán rumbo a la fortaleza del Indio Fernández. Entro y me dirijo directamente al bar, me acodo en la barra y ordeno una cerveza y dos mezcales. Bebo la cerveza con el fin de que la espuma cubra mi estómago como un manto protector, permitiéndole al mezcal llegar a buen puerto. Los tragos me serenan y me transportan al estado de introspección propio del crudo. Observo por fin la casa con más detenimiento. Es un monumento arquitectónico, un verdadero homenaje al arte de vivir en familia. Alguna vez me contaste acerca de las andanzas de Cuco Sánchez y el Indio Fernández en este lugar. Eran borracheras de semanas enteras en las que la inspiración melancólica del primero aminoraba el mal de amores del segundo. Era alucinante escucharlo de tus labios. Doy un vistazo a las recámaras, a la cocina y al patio principal: todo lo llenan los colores mexicanos, las imágenes de la cultura popular, el olor de las flores de cempasúchil, del copal y los platillos típicos. Todo el ambiente está lleno de ti, Mariel; aquí te veo, te huelo y te siento… aunque no estés.

Yo voy por el amor, por el heroico vino / que revienta los labios. Vengo de la tristeza, / de la agría cortesía que enmohece los ojos. Efraín Huerta.

Me encuentro en la esquina de Francisco Sosa y Zaragoza. El sol es intenso pero hermoso, pues preludia el incipiente invierno de la capital. He comprado una botella de vino la víspera pero carezco de sacacorchos. Por suerte estoy a unos metros de La Pause, aquel bello restaurante donde solía despilfarrar los miserables cheques que obtenía como asistente de investigación. Y qué bueno, porque, como decía Montaigne, el día en que el dinero deje de quemarme las manos estaré perdido. Un mesero amigo mío, Silverio, me ha destapado la botella sin reparos, como urgiéndome a beber después de haber advertido mi nada agradable semblante: Ahora sí te ves bastante crudo, mano, atórale. Doy un trago directo de la botella. Después me dirijo hacia la avenida y abordo un taxi que me lleve a Ciudad Universitaria. En el camino evoco cuando hace dos años tuvimos un problema parecido con una botella, ¿lo recuerdas? Tuve que hundir el corcho con una pluma y a pesar de que se manchó nuestra ropa nos desparramamos gozosos en el pasto que está frente a la Facultad de Filosofía. También comimos dulce de calabaza que había llevado para la ocasión y platicamos sobre el futuro, nuestro futuro, como una ocasión inmejorable para soñar despiertos. Desde entonces supe cuánto te gustaban las cosas sencillas de la vida. Y ahora me pregunto ¿qué estarás haciendo, Mariel, mientras yo me embrollo en esta camisa de once varas, pensando no más en el futuro como en este presente que no miente pero insulta?

Los ojos no están aquí. / No hay ojos aquí / En este valle de agónicas estrellas / En este valle vaciado / En esta quijada rota de nuestros reinos perdidos. T. S. Eliot.

Estoy cansado y me tiro en el pasto que está frente a la Facultad de Arquitectura. Doy sorbos esporádicos de vino mientras prosigo mi tercera relectura de Bajo el Volcán de Malcolm Lowry. He decido leer este libro todos los noviembres de mi vida, hasta que advenga la muerte inevitable. Entiendo que vivir es una carrera que conduce más o menos rápido hacia la muerte, y que lo único que nos diferencia es en qué medida nos preparamos para ella. O en otras palabras, para morir hay que haber vivido: y yo no lo he hecho, pues no he sido más que una piltrafa, un esbozo de ser humano. Leo cómo el Cónsul se aproxima hacia la muerte. El lector tiene que contemplar la infernal caída del personaje y la prosa se hace aún más densa. En el fondo de esa escritura hay un cofre lleno de secretos, sólo dispuestos a mostrarse a aquellos que emprendan el viaje hacia las entrañas más ocultas de sí mismos.

Estoy en esto cuando unos jóvenes me sacan de mi introspección. Se han sentado a unos cuantos metros de mí y su plática me ha distraído. Son dos chavas con indumentaria hippie y un joven ataviado de negro. Están sentados en flor de loto. Las mujeres hablan sobre temas como la igualdad política, los derechos de los animales y lo pernicioso del consumo de carne procesada, mientras el joven, impertérrito, las observa como estudiándolas. Una de ellas me ofrece un poco de alimento sagrado de la india (algo así como masa de trigo con leche), preparado en honor a Hare Krishna. Me aproximo e intento compartirles un poco de vino, pero lo rechazan. El joven, en cambio, bebe un largo trago. Qué chaval tan interesante: en sus rodillas tiene la poesía completa de T. S. Eliot. Muy bien, muchacho, vas directo hacia el desengaño, que es decir, te estás preparando para morir. Las chavas siguen con sus alaridos y yo decido retirarme, suficiente he tenido: ellos se encuentran en la plena borrachera de su juventud romántica. Y yo ya soy un trasnochado a estas alturas, cuando vivo el momento más intenso de la resaca que les llegara a ellos en unos cuantos años.

Me he querido mentir que no te amo, / roja alegría incauta, sol sin freno / en la tarde que sólo tú detienes, / luz demorada sobre mi deshielo. Gilberto Owen

Compro un six de cervezas en el OXXO de Copilco. Observo mi semblante en un espejo de la entrada: tengo los ojos rojos y estoy despeinado: la nostalgia ya se apoderó de mí. Ha llegado la tristeza, la necesidad de llamarte para saber cómo estás, los celos de imaginarme que sales con algún hipster, con algún vendedor de humo que no soy yo. El ardor de amante inexperto envuelve mi estómago. Me dirijo hacia el centro de la ciudad. El metro avanza rapidísimo: tengo la intención de llegar directamente al caballito de Tolsá, la estatua ecuestre que representa a un incólume Carlos IV cabalgando un poderoso equino. Ese fue el lugar de encuentro de nuestra primera cita: la genealogía de nuestro amor en la anchura de los brazos de la estatua, en las venas que conectan a a la bestia con lo humano, compartiendo el ímpetu que los reconcilia con la vida, con la fuerza de existir. Aquella vez que te vi llegar con tu rostro cristalino y tu falda gris que preludiaba tus hermosas piernas blancas, con su conformación perfecta, no pude evitar preguntarme como era posible que hubieras aceptado salir conmigo. Recuerdo que fuimos a un lugar sórdido de anarquistas en Donceles. Y allí, impelido por la filigrana colgando de tu cuello, me atreví a besarte. Ese día inició la más hermosa historia de mi vida.

Pero hoy el caballito está circunscrito por un telón horrible. Alguien lo dañó: está lastimado. El rostro desfigurado de Carlos IV ha adquirido un matiz diabólico. La autonomía del arte le ha vendido su alma al diablo. ¿Fui yo quien le echó el ácido? ¿Fui yo quien echó a perder nuestro amor? No soy capaz de recordarlo. El caballo sentó a la belleza en sus rodillas, y la encontró amarga, y la injurió. Y ahora relincha lastimado.

Está doliendo.

Hay como un goce en saber que somos pobres, que estamos solos y que nadie piensa en nosotros. Nos simplifica la vida. Marguerite Yourcenar.

Trastabillo por el Zócalo. Hay mucha gente: una manada de ínclitos sobrios. Se escucha un son jarocho de fondo y no puedo contener las lágrimas al recordar cuánto te gusta esa música. Escapo y en el metro hacia mi casa me quedo dormido. Y sueño que hemos cometido el error de nuestra vida al separarnos. Sueño que es nuestro el pan de muerto, el dulce de calabaza, el chocolate de agua, las calaveritas de azúcar. Sueño que es nuestro el concierto para trompeta de Haydn y el jazz de John Coltrane. Es nuestro el centro histórico y la colonia Santa María la Ribera. Son nuestras las pinturas surrealistas. Y sobre todo es nuestra Oaxaca. Nadie nos la arrebatará nunca.

Y esta soledad me dice que escriba. / Me he vuelto ambicioso en la pobreza. Rubén Bonifaz Nuño

Llego a casa más solo y pobre que nunca. Camino a tientas. No hay voz tersa que me reciba. No hay comedor colorido de papel picado y veladoras. No hay cena caliente, ni plática de sobremesa. No hay café con leche humeante donde sopear el pan dulce. No hay historias fantásticas antes de dormir. Ni tus inmensos ojos de niña descubriendo el mundo. Sólo hay paredes forradas de libros anarquistas, libros misántropos, libros libertarios. Libros necios. Y un fracaso que cargo en los párpados. Un fracaso mudo y sin testigos. Un espejo que, harto ya de todo, baja la mirada. Y una cama vacía, ausente del calor de tu cuerpo. No habrá noches de buenas pensamientos. No nos diremos lo inmensamente fácil y hermoso que es estar juntos. No te diré hasta mañana mi varita de nardo. No te diré buenas noches mi cierva blanca de un sólo sueño.

El corazón palpita. El alcohol recorre mi torrente sanguíneo. Sigo vivo. No hay vuelta atrás: mañana me embarcaré de nuevo en la nave de la soledad.

Ya todo chingó a su madre.

‘Jardín’, Miguel Juárez Figueroa, 2012