La gran barracuda

La barracuda espera con paciencia de estatua. Apenas la corrompe el fluir inevitable del agua. Resiste la corriente y parece bailar una suave melodía. Desde esa parsimonia otea las posibles víctimas. Divisa una, que se mueve desconcentrada, vulnerable. Empieza la danza de muerte: acelera y acomete el ataque. Hiere y un manto rojo es confidente del festín. La gran barracuda, satisfecha, se refugia en su misantropía. Es hostil hacia su propia especie y hacia el género humano. Su animadversión no significa tanto agresividad como sana distancia. Adulta es dueña de sí misma, y caza en solitario. Apela al cardumen sólo ante la inevitable reproducción. Al hombre lo ataca por error, cuando éste se confunde con las presas, o cuando, descuidado, se lanza al mar ataviado con joyas que la deslumbran: allí no existen necesidades creadas, y la Sphyraena ataca todo aquello que pretende adoctrinarla, de allí su soledad. Por esa razón es difícil hallarlas en los acuarios. Indomeñables, jamás formaran parte de espectáculo alguno. Quien esto escribe conoció a un pescador en Huatulco, era dueño de una historia única: su pantorrilla carcomida era la mayor evidencia. Cuando no mata, la gran barracuda deja una inocultable herida, como un tatuaje, e inicia una relación imposible de romper. A diferencia del capitán Ahab, aquí no hay rencor, sino una luz de nostalgia que no miente. Una extrañación que anega los ojos en lágrimas cuando se evoca el ataque, mientras en el fondo un cielo claro y soberano corta el paisaje. “Restaurante La Barracuda. Fundado desde 1972”, indica el anuncio del establecimiento ubicado en la calle de Palma Norte. Con esa aparente errata el cartel indica el carácter del animal: pragmático, imponente, inevitable como el fluir del mar. La barracuda jamás se bañará dos veces en las mismas aguas: vive y muere; se funda y se refunda, día y noche. En los edificios circundantes, entre Belisario Domínguez y Donceles, hay piqueras donde es posible beber y fumar carrujos de mariguana, descansar la inevitable faena. Ante la presencia sospechosa, los encargados de resguardar esos lugares, enseñan sus mejores defensas, como las barracudas muestran sus caninos afilados: es la inevitable desconfianza del barrio. Imposible no mencionar el Plymouth Barracuda; auto de ensueño tan parecido al animal: agresivo, bello, soberbio. Que acelera de pronto y deja impregnada una estela en el asfalto: tan magnífica y misteriosa como el animal que le otorga el nombre.

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  1. Imagen tomada de internet
  2. Fotografía: ‘Restaurante Barracuda’, Miguel Juárez Figueroa, 2015