La mujer del metro Hidalgo

El andén se encuentra semivacío, lo cual me resulta raro, pues aún no es tan tarde. Y más si se toma en cuenta que me hallo en la estación Hidalgo. Una de las más congestionadas de todo el Distrito Federal. Son casi las 11 de la noche y el tren no pasa, situación que me aturde pues voy tarde a una reunión con mi familia. Pero claro, es fin de año, de allí toda esta tranquilidad. Me sorprendo al observar el reloj y percatarme de lo alejado que estoy del calendario y del tiempo: en los últimos meses estas fechas se han ido desdibujando de mi mente. Como álbumes fotográficos guardados en lo más recóndito de una cajonera atestada de ratoncitos recién paridos.

He ingresado al andén por uno de los pasillos principales, y justo en la esquina he visto a una mujer policía encima de uno de esos cubos que usan para tener un mejor panorama de lo que está sucediendo. A pesar de la monotonía que un momento como éste podría provocar, me ha llamado la atención que se encontrara erguida, como a la expectativa de que cualquier cosa pudiera acontecer. Pienso que dicha actitud es adecuada, pues el azar llega de pronto, sin pedir permiso. De eso no cabe duda. Pienso también que quien se viera obligado a laborar en esas condiciones no tendría la obligación de tener buen humor. Tal vez por esa razón la mayor parte de los policías son indiferentes, malencarados. Sigo esperando el metro. Caray, en otras circunstancias me encontraría ansioso por el hecho de llegar tarde. Recuerdo que solía aborrecer por completo la impuntualidad. Llegar a tiempo era para mí una obligación casi religiosa. Ésa era una de las virtudes que caracterizaban mi personalidad, o al menos así lo decían mis conocidos, quienes además me consideraban un tipo “cumplido” y “responsable”. Así lo fue hasta que mi relación con Laura se fue al carajo, y con ello nuestra intención de tener una familia, de llevar un poco más allá “la pareja ejemplar” que representábamos.

Desde entonces me dediqué a realizar mis actividades enclaustrado en mi departamento, indiferente de todos. Del trabajo en el Call Center a casa, y viceversa. Mis amigos se han preocupado por mí. Me han llovido consejos para que según ellos, pueda aliviarme. Consejos, una lluvia extenuante de consejos. Piensan, y al parecer no se equivocan, que muchas distracciones ocupan mi pensamiento, alejándome de lo “verdaderamente importante”. Algo sucede que no logro reconciliarme conmigo mismo y con el mundo. Es cierto hastío hacia mi condición actual y hacia situaciones que han ido tirando estructuras que hasta hace poco definían mi vida. Por ejemplo la de la familia. Me siento indispuesto de llegar a casa, encontrarme con que mis hermanos y yo no somos más que lo que nunca quisimos ser. Poco queda de aquella familia muégano que se representaba hacia el futuro como exitosa y plena. Los problemas abundan y nada de lo actual se asemeja a los años dorados de la infancia y la bonanza económica. Desde que el negocio familiar se fue a la quiebra, cada reunión desemboca en un vaivén de recriminaciones mutuas. Todos, excepto uno, estamos podridos: me refiero a Javier, el más joven, quien en la más reciente cena familiar nos confesó su intención de estudiar música: yo me entusiasmé y le dije que me parecía a toda madre pero que tenía que esforzarse mucho; otro de mis hermanos, en cambio, se inconformó: No mames, ¿música? ¿Acaso quieres acabar como este pendejo —dijo, refiriéndose a mí— ¿viviendo en una pocilga del centro, entre la pura mierda? No soy músico y supongo que la pretensión de Mariano, mi hermano mayor, fue equiparar el acto de ejercer la música con el de una vida, por decirlo menos, desdichada. Aquel día me aproximé a él con el puño cerrado, dispuesto a golpearlo, pero me arrepentí de último momento: pelear es algo que aborrezco.

Hace un rato me encontraba solo en mi departamento del Centro Histórico, escuchando música y mirando la pared. Así estuve indefinidamente hasta que sonó mi celular. Era mi madre. Al ver su rostro en el portátil preferí no contestar. Casi nunca me llama, y cuando llega a hacerlo suele arremeter con preguntas que exigen la total concentración de cualquier mortal. ¿Cómo va el trabajo, cómo te sientes, estás bien? A todo dar, madre hermosa, todo está bien, el trabajo viento en popa, pronto podré empezar a darte unos centavos… Pero para mentir hay que estar cien por ciento concentrado, sobre todo cuando se trata de la madre. Por esa razón, como dije, preferí no contestar. Me fue inevitable, sin embargo, reparar en la hora. Y recordar que tenía que asistir a la cena de fin de año. Y de que ése era el motivo de la llamada. Hubiera preferido quedarme allí, escuchando música y dejando que las horas pasaran, sin tener que dar la cara a nadie. El tiempo, en fin, se me pasó volando, fue como si me hubiera teletransportado de un momento a otro hacia el futuro, pero sin estar preparado, y creo que para cualquiera una situación semejante es de temer. Pocas almas se enfrentan de lleno con lo desconocido. Eso es algo que compete sobre todo a la rebeldía juvenil —como la de Javier— de la cual adolezco casi por completo. Tal vez allí radique mi indiferencia, pues prefiero evitar mirar de frente esta realidad que me llegó de pronto.

Entonces tuve que salir y respirar el aire hediondo del centro de la ciudad. Caminar por la calle de Honduras, llevando mi chamarra al hombro, pateando los escombros del comercio de fin de año y encontrándome con grupos de indigentes hacinados en las esquinas. Ahora más que nunca, puesto que diciembre llama a la tristeza, a la necesidad de compañía. Pude abordar el metro Garibaldi, pero me seguí de largo hasta Hidalgo: necesitaba caminar. Parece que así como observaba la pared también caminaba: pero ahora más bien concentrado en las rayas del asfalto, que se desplegaban sobre el pavimento como cicatrices de la vida. Y aquí estoy, ciertamente apurado —o así debería estarlo— con un tren que no pasa y en un andén semivacío a no ser por un par de mujeres que se avistan más hacia el fondo, hacia los vagones destinados para el sexo femenino. Unos solitarios transeúntes se despliegan como fichas de ajedrez, todos alejados a distancias casi proporcionales. Será que de igual manera nos repelemos y buscamos permanecer alejados los unos de los otros. Del otro lado de las vías el escenario es parecido. No hay casi nadie. Se percibe tan sólo un silencio que apenas es mermado por el zumbido de una longeva lámpara. Observo la línea amarilla. La línea que advierte sobre la seguridad e inseguridad. Basta, según dicen, con no cruzarla para encontrarse verdaderamente a salvo. Juego a pasar un poco mi pie más allá para regresarlo después a su lugar. Seguridad-inseguridad. Orden-desorden. Qué se sentirá aventarse a las vías, me pregunto. Qué se sentirá morir un día. Me acuerdo de un amigo de la secundaria a quien le he perdido la vista por completo. Era un tipo que en segundo grado ya tenía barba, bebía frenético, y era, digámoslo así, un firme candidato a hijo de puta. Para algunos de mis compañeros ya lo era, pues el hecho que ni su padre ni su madre asistieran a las firmas de boletas había alimentado el chisme de que su madre era una puta. Su tía, que se presentaba a las juntas en minifalda y tacones incentivaba el rumor. Yo jamás me atreví a preguntarle nada. Lo he buscado en el Facebook y demás redes sociales sin éxito. Es probable que debido a que era un tipo que vivía rápidamente se encuentre muerto. Aunque prefiero desdecirme, pues no por carecer de una identidad en internet significa que sea así. Aquel hombre decía que había una forma de experimentar la muerte: beber alcohol y ponerse hasta la madre, es decir, perder la conciencia. El punto es que tenías la posibilidad de “resucitar”. En ese sentido la cruda otorgaba la oportunidad de una reconstrucción mental al día siguiente.

Volteo a ver a la policía y sigue allí, incólume, con su ajustado uniforme azul y su singular boina de color rojo. Se encuentra de perfil pero se alcanza a notar que llena generosamente su atuendo. Sus caderas son precisas, sin llegar a ser lo suficientemente exuberantes. Ligeramente llenita, pero no tanto, lo absolutamente necesario. Tiene, sin lugar a dudas, un cuerpo hermoso. Recuerdo que aquel amigo también se jactaba de haber consagrado sus masturbaciones a algunas policías de crucero, asegurando que la mayor parte de ellas podía presumir de tener un culote. Así lo decía, abriendo sus manos como si sostuviera un inmenso balón: un pinche culote, carnal. Yo no lo pelaba, pues para mí en ese entonces no existían más mujeres que las actrices porno, rubias y perfectas. Ahora, observando a esta mujer policía, admito que aquel precoz imberbe no estaba tan equivocado.

Percibo un barullo de gritos. Corresponde con ese fraseo desaforado de dos ebrios en el colmo de la borrachera. De esos que han bebido juntos y se han introducido en esa esfera impenetrable para cualquier otra persona, sobre todo si ésta se encuentra sobria. Aparecen del pasillo de enfrente y se incorporan al andén. Son dos jóvenes de unos veinte años. Con la apariencia harapienta del indigente nómada. O sea, de aquel que vaga por la ciudad como si fuera una tierra de aventura, cargando a cuestas con su cuerpo, y con su alma hecha jirones. No puedo distinguir si están borrachos, pero sí alcanzo a notar su trastabille; el cual no corresponde con el del bebedor consuetudinario (descontrolado y arrojado) sino con el de aquel que consume otro tipo de sustancias. Se tambalean lentamente, como si fueran estatuas que han adquirido vida de pronto, o zombis saliendo de las profundidades terrenales. Tienen los puños cerrados, los cuales mantienen a la expectativa, es decir, como si albergaran algo, como un arma a punto de blandirse. Efectivamente: son consumidores de solventes. Se recargan en la estructura de un anuncio espectacular en el cual no había reparado. Un cartel sobre algún producto que es protagonizado por una familia feliz. La imagen me aturde: felicidad, familia, qué demonios. Resulta inevitable advertir el contraste de la piel de las personas de la publicidad, todos de piel clara, dientes blancos, sonrisa inmaculada, con el rostro de los indigentes, que aun de lejos adivino ennegrecidos por las plastas de mugre, con un inocultable dejo de tristeza y melancolía. Los dos tipos continúan en lo suyo, esgrimiendo palabras sin sentido y llevando sus manos cerradas hacia su boca para aspirar el solvente y quemarse los sesos. Desenfrenadamente hacen lo mismo: una palabra-aspirar solvente, un movimiento-aspirar solvente, una risa-aspirar solvente. De un momento a otro su algarabía se convierte en agresión, pues uno de ellos ha empujado al otro hacia la estructura del anuncio, provocando un ruido que aturde la parsimonia que ha gobernado hasta ahora. Supongo que todos los presentes hemos volteado hacia allá, pero no me consta. En lo que todo esto ha sucedido la mujer policía se ha puesto cerquísima de mí, a la misma altura de la línea de seguridad, y dirige una mirada flamígera a los dos muchachos de enfrente. Como si la mirada les quemara, uno de ellos se percata y se calma de pronto. Mientras ella los observa yo aprovecho para mirarla de pies a cabeza. Observo su rostro, endurecido por la expresión amenazante. Su piel es morena y su cabello ondulado, teñido de un castaño obscuro. El maquillaje facial es sutil, excepto en las pestañas, las cuales lucen más largas de lo normal. Sus tetas breves provocan cierta armonía con la parte baja de su cuerpo. O así lo imagino, pues grandes carnes no corresponderían, desentonarían, se asfixiarían depositadas en ese chaleco antibalas. Digo algo sin conciencia, improvisando. Aun así creo que no he sido tan errado.

—Al parecer ya se calmaron…

Me voltea a ver por un segundo y después regresa la mirada a los indigentes. En sus gestos algo difiere. Es cierta sensibilidad. Una preocupación genuina por los dos tipos del otro lado. Encarna la visión ideal del acto policiaco, como el que abunda en las historias de héroes.

—Sí pero de todas formas me voy a quedar aquí tantito, no se sabe con estos chavos…

Y después, como si tuviera clara la extrañación que ha generado en mí y de que el tren no pasará en varios minutos, continúa hablando con la mirada depositada al frente, casi militarmente, con una expresión de verdadero compromiso.

—Durante la semana por lo menos dos personas se avientan al metro. La mayoría porque así lo quiere. Es increíble darse cuenta de que hay gente que de verdad no quiere vivir más. Suelo estar aquí o en Garibaldi. Mi primer día de trabajo fue allá…

Aunque ella no me mire, asiento con la cabeza. Quizás alcance a notar el movimiento con su visión periférica. Prefiero guardar silencio y escuchar…

—Nos dieron un pitazo de una bronca en la entrada del Eje 1. Yo fui rápidamente sin saber qué onda, y sin tener experiencia al respecto. Cuando iba subiendo las escaleras un chavo iba bajando, llevaba la playera ensangrentada, cuando lo intercepté se desvaneció en mis brazos. Murió en mis brazos.

—…sí, Garibaldi es dantesco.

Dantesco, qué palabra tan imprudente para la charla pero tan acertada para describir ese lugar. Ella asienta esgrimiendo una sonrisa genuina, como si hubiera entendido en toda su dimensión mi expresión, y descubierto lo sincero de mi timidez y nerviosismo. Vuelvo a observar sus nalgas y una inevitable erección llega de pronto. Intento ocultarla con la chamarra que llevo en la mano. Por fin se escucha el sonido de un tren, es el del otro lado. Ella espera a que se estacione y los indigentes aborden. Entran al vagón y como si se sintieran a salvo vuelven a prorrumpir en risas. No se aventaron, siguen vivos, y al parecer se están divirtiendo. Dos cosas dignas de celebración. Sé que la mujer policía del metro Hidalgo estará por irse y no sé qué decir, aunque por dentro siento la necesidad de continuar con la plática. Pedirle su teléfono podría resultar arriesgado. La erección se mantiene cuando reparo en la carnosidad de sus labios, en las necias ojeras que se asoman a pesar del maquillaje, en el trasero a punto de reventar… Su voz interrumpe mi introspección.

—Bueno, ya cumplí con lo mío, ha sido un placer amigo, hasta luego…

—Oye… ¿y estás todos los días por aquí?

—Ajá, ya te dije, aquí o en Garibaldi

—Oh, qué bien, mucho gusto…

Y después se va caminando y sube de nuevo al cubo. Intento observarla pero no me atrevo. Me siento incomodo pero al mismo tiempo profundamente entusiasmado. El metro llega por fin. Ingreso en el extremo de un vagón. Al entrar casi me tropiezo con el cuerpo de un hombre tirado en el suelo. Está extendido en el piso, durmiendo la mona plácidamente. Parece descansar sin ninguna preocupación. Su morral se encuentra a unos centímetros de él, pero no lo tiene asido. Y sin embargo nadie se lo ha robado. Sus manos son anchas y blanquecinas, como de albañil. Me pregunto cuál será su destino, si acaso necesitará ayuda. El tren avanza y dirijo una última mirada a la mujer policía. Allí está, exactamente de la misma manera en que la vi hace rato: erguida, oteando el horizonte de historias del metro Hidalgo. Su cuerpo se extingue y a través de la ventana todo se vuelve oscuro. Sólo se escucha el sonido de la maquinaria. Volteo a ver al tipo de nuevo: sigue tirado cuan largo es. Dudo en despertarlo, quizás sueñe algo sincero, algo que le permita reconciliarse con el mundo. Meto la mano derecha al bolsillo del pantalón y aprieto mi pene, la erección continúa como si nada. Me estremezco ante el efecto de placer. Después de unos minutos reparo en la razón por la que me encuentro aquí, y una sensación inflama mi pecho. Unas ganas inmensas de llegar a la cena de fin de año me invaden, quiero estrechar a mi madre y a mi hermano Javier, decirles cuánto los amo, y darles el más sincero abrazo del que sea capaz. Después quiero tomarle la palabra a mi amigo de la secu: beber hasta perder la conciencia. Morir un día. Y mañana tal vez resucitar.

Fotografía: ‘Vientre’, Miguel Juárez Figueroa, 2008