Cosa perro es el ruido.
Nadie ha de matarlo.
Sólo queda un recurso: hacer más ruido,
mejor ruido.
Eduardo Lizalde
I
Una mujer me visitó esta mañana
con una botella de tinto en la mano
que resonó fuerte al descorcharse
en mis adentros hartos ya de sobriedad.
Y mi boca fue copa seca en la que se escanció vida,
porque ella me dio de beber con sus manos repletas de ternura.
Pedí perdón porque amé sin concesiones ni matices
—como los románticos de hace un siglo—
y porque el miedo me convocaba al recordar
que regresé del amor
como quien escapa del círculo más profundo del infierno.
Pero ella rió y caminó hacía mí,
y en la certeza de su arrojada arquitectura
me dio a oler su sexo para que respirara hondo la prudencia.
Después imploró que la poseyera como un perro enfurecido,
que la montara desde el mástil de su espalda
para que observara la existencia y fuera capaz de amar expertamente.
Apacible, sobó mi barriga
y acarició mi pene como ofrenda sagrada
de placeres verdaderos.
Y se fue cuando comprendí
que el tiempo pasa derritiendo el ideal
volviendo espesa la blancura
y destruyendo con deleite todo a su paso.
II
Una aguja loca horada mi cuerpo por las noches
necia
como buscando sosiego en el lugar donde anida el sentimiento.
Nada la serena,
ni el alcohol que bebo y que dicen que lo alivia todo.
Así se pasa los días esa aguja loca, incansable y concentrada,
loca al fin.
Y yo
insomne ya de todo
me deposito en la noche buscando una respuesta
Pero no hay nada,
sólo un perro negro ladrándole al silencio.
III
Si yo muero el mundo no se perdería de nada,
sería una muerte más
como la del indigente, el desvalido o el enfermo,
como los gatos estampados en el asfalto
o los viejos olvidados.
Pero no quiero morir en el preludio de la fiesta
de mi vida
con una mesa de incontables manjares,
toneles de vino rebosantes
y más de cien mujeres esperándome.
No quiero morir
porque el mundo no se perdería de nada
pero yo sí de mucho.
‘Perro de luna’. Litografía, Rufino Tamayo, 1973