La muerte del niño albino

Un domingo al mediodía, Dimas se enteró de la muerte de su pequeño sobrino. A la hora en que sonó el teléfono, se encontraba aún en cama, durmiendo a pierna suelta. La noche anterior había bebido en exceso, como solía hacerlo con su esposa los fines de semana. Desde hace algunos años tenían esa costumbre, pues les permitía hacer el tiempo en común medianamente soportable. Y todo hubiera estado en armonía a no ser porque de unos meses para acá, ella sufría cambios de humor imprevisibles: con un par de copas solía mostrarse solícita y cariñosa, pero después advenía ya la melancolía o la euforia. Ayer, precisamente, estos últimos sentimientos se habían apoderado de su persona por completo. Pero no había sido como otras veces, en las que en su arrebato se limitaba a llamarlo mediocre e impotente, sino que ahora se había acurrucado en una esquina mientras lloraba y gritaba lo desdichada que era. Y cuando él había intentado acercase a consolarla, Edith le había espetado que lo odiaba, que él era el culpable de todas sus desgracias. Dimas se consternaría como nunca, comprendiendo que también era desdichado. Y había apurado varios tragos de tequila hasta quedar completamente borracho. A pesar de la acontecido, y como guiados por la incontrolable rutina, ambos llegarían a dormir a la cama de siempre.

Dormitando, tentó el cuerpo de su esposa, como implorando que acudiera al llamado del teléfono, pero ésta se negó; tan sólo esgrimió algunos balbuceos inextricables que denotaban un gran malestar. ¿Quién podría tener tanta urgencia de hablar con alguno de ellos en pleno domingo, cuando los rayos del sol comenzaban apenas a calentar la habitación? Seguramente la insistencia para concretar algún adeudo no finiquitado o alguna promoción para dominguear, pensó. De eso sabía él bastante, pues trabajaba en un Call-Center y precisamente a eso se dedicaba: a hablar con extraños por teléfono y tratar de convencerlos de adquirir las más insospechadas e innecesarias mercancías. De allí también que el sonido que habitualmente escucha en la oficina le taladrara el cráneo. Después de aguantar unos minutos más, el insistente trinar del teléfono lo desesperó. Se incorporó con dificultad, buscó las pantuflas y aún trastabillando y con los ojos somnolientos y pesados por el dolor de cabeza, se dirigió hacia el aparato que se encontraba en el extremo de la sala.

Antes de contestar carraspeó y escupió hacia cualquier parte. Tenía la boca seca y una sensación de sed intensa. Alzó la bocina y al otro lado se escuchó una voz lúgubre y cansina: era la de su hermano Marcial. Tenía casi un año que no hablaban debido a la animadversión mutua que existía entre la mujer de Dimas y aquél. Para Marcial, Edith era una mujer de armas tomar, una tirana que terminaría sometiendo y dominando al incauto de su hermano. Por su parte, ella no era ajena a la antipatía que despertaba en su cuñado, por lo cual había puesto como primera condición de una vida matrimonial el alejarse de todos, pues ellos dos eran suficientes para ser felices. Y así había sido como se fracturaría la relación entre los dos hermanos, hasta entonces ejemplar. Dimas habría decidido aprovechar sus ahorros para comenzar a rentar un departamento en una zona periférica de la ciudad, suficiente para una familia pequeña. Desde entonces se encontraba con Marcial de vez en cuando, en reuniones donde no se hablaba de temas importantes para evitar discusiones. Con el paso del tiempo las charlas se fueron tornando cada vez más tensas y ásperas. Después, lo inevitable: los pretextos para cancelar las citas, y periodos de tiempo cada vez más largos para poder concretarlas.

Dimas se emocionó al recordar el semblante fuerte de su hermano, casi parecía estar observando los rasgos de camaradería y confidencia que se dibujaban en su rostro hace unos años: ¡Qué mejor oportunidad para desahogarse con quien sabía que habría de escucharlo! Pero la voz quebrada del otro lado de la bocina lo dejó sin aliento. Aquél que alguna vez le había dicho que la voz, como el rostro de una persona, era irrepetible, se encontraba destrozado por la muerte de su hijo, y todo ello lo expresaba a través de su voz. Ésa de timbre grave y soberano que conocía demasiado bien. ¡Se me murió, Dimas, se me murió mi duraznito! Dimas no supo qué decir, la tragedia, la compasión ante el dolor de su hermano se había posesionado por completo de él, dejándolo sin palabras. Además, dominado por el dolor de la cruda, la elocuencia, ausente de por sí en su carácter, lo había abandonado por completo. Prometió ir inmediatamente a verlo. Con suerte y llegaría al velorio del cuerpo, primer eslabón del protocolo católico al cual su familia era muy adepta.

Al colgar el teléfono una sensación de escalofrío le recorrió el cuerpo. Así que por fin había muerto aquel niño. Muchas ideas se arrebataron en su mente. Se dirigió al refrigerador y destapó una cerveza que apuró casi hasta el fondo. Eructó y se sintió un poco más tranquilo. Recordaba la primera vez que había visto a esa pequeña criatura. Los niños con síndrome de down le asustaban, pero le provocaba aún más repugnancia observar de cerca a un niño albino. Algo había en esos seres que le repelía, tal vez era un sentimiento de pena ante sí mismo: ¿por qué él, un hombre que a juicio de Edith no valoraba la vida, gozaba de cabal salud mientras esos seres estaban destinados a las sombras? Y ambas características las tenía el miserable hijo de su hermano. Tenía el cabello rubio, incluyendo las cejas y los vellos de piernas y brazos; los párpados estaban rodeados por una comisura rojiza y el rostro, mórbido por la enfermedad mental, se acentuaba con la fotofobia y el precoz estrabismo. Recordaba cómo había tenido que fingir bonanza ante la llegada del nuevo ser, cómo al dirigir su brazo hacia el infante había notado con repulsión las diferentes pigmentaciones, que para él, moreno de pies a cabeza, resultaban evidentes.

Terminó su cerveza y fue a asomarse a su cuarto. Desde el el umbral se descubría la figura ecuánime de su esposa, durmiendo plácidamente. Escuchaba su respiración tranquila. La observó como poseído, como culpándola por la muerte del infante y se preguntó a dónde habían ido a parar todas las expectativas que habían fraguado juntos. Los viajes planeados, la familia anhelada, los primero años de felicidad común. Todo se había ido por el caño. Y a pesar de eso estaban amarrados, sometidos el uno al otro. Sus trabajos apenas les daban para pagar la renta del departamento y el tiempo que pasaban juntos procuraban evitarse, o beber, que también era una forma de permanecer a una sana distancia. Aunque los efectos del alcohol jamás son previsibles, y ahora lo veía más claro que nunca. Cerró el puño con fuerza y quiso aproximarse para hacer lo que nunca se había atrevido: regañarla, reprenderla, tal vez golpearla. Pero no habría servido de nada: era demasiado tarde.

Se dirigió al refrigerador y tomó otra cerveza, la bebió con más calma que la anterior, pues para entonces había vuelto a emborracharse. Los sonidos del edificio se le hicieron extraños: el ladrido del perro del vecino, el tintineo del camión de la basura en la avenida. La verdad de las cosas era que esos sonidos, de tan cotidianos, habían desaparecido en su vida. Pero la embriaguez nunca es cotidiana en sí misma. Era como si el ambiente, los vecinos, el perro y el camión también estuvieran ebrios; y hubiera sintonía, un diálogo entre todos ellos. Se tiró en el sofá grande de la sala, y mirando el techo se concentró en un punto fijo. Recordaba aquella escena en el pueblo, los dos hermanos sentados en un recodo frente a la sierra oaxaqueña, observando arrobados un atardecer mixteco. Y de cómo, ya en la noche, habían estado a punto de provocar un incendio forestal al encender una vara de ocote en medio de una llanura seca repleta de árboles muertos, lo cual les había valido un regaño mayúsculo, máxime a Marcial que había absorbido la mayor parte del castigo para proteger de los golpes a su hermano menor. Aquellos eran los años maravillosos en el pueblo, poco antes de que su padre muriera y ellos se vieran obligados a emigrar a la ciudad de México.

Volvió a pasar por el umbral del cuarto y observó a su esposa que seguía allí, como un bulto, insensible, indiferente a todo. No valía la pena despertarla; sintió asco de imaginarla asomándose al féretro del niño albino. Desprovista de dolor, sólo el morbo le habría obligado a dirigir su mirada hacía la piel del niño, tal vez a los ojos tristes, a los párpados enrojecidos; y sin inmutarse, siquiera. Dimas no soportaba imaginar dicha escena. Cogió otras dos cervezas e ingresó con ellas al baño. Y así orinó. Después se miró al espejo. El espejo le devolvió una mirada flamígera. No había honor, dignidad, respeto, o algo que se le pareciera. Sólo un hombre hecho añicos, carcomido. Salió con cautela de su departamento, bajó las escaleras y observó el cielo con embeleso, pues éste parecía ser más azul y más profundo. Sintió que su esposa podría estarlo siguiendo y se apresuró a toda velocidad a su viejo Volkswagen, lo encendió lo más rápido que pudo y aceleró. Sólo deseaba llegar lo antes posible a la casa de su hermano para abrazarlo y decirle cuánto lo quería. Un impulsó lo obligó a mirar por el retrovisor. Supuso que su mujer podría estar allí, en la banqueta del edificio, eufórica; pero no, Edith seguía acostada en la cama, durmiendo plácidamente.

Fotografía: ‘Atardecer mixteco’, Miguel Juárez Figueroa, 2012