Los bastardos de la uva #19

Texto leído en el Café Literario Octavio Paz, en el marco de la XIV Feria Internacional del Libro en el Zócalo, junto a Juan Domi, Ricardo Lugo-Viñas y Héctor González.

para Ricardo Lugo

En una escena de la novela «Bajo el Volcán» del escritor inglés Malcolm Lowry, el Cónsul, imbuido permanentemente en las llamas del alcohol, se dirige al consultorio de su gran amigo, el Dr. Diaz Vigil. Un impulso natural lo lleva allá: el Cónsul carga con una resaca acumulada de varios meses, años quizás, y que es tan sólo un indicador de la batalla que se encuentra librando consigo mismo. Al llegar, el médico se encuentra ocupado atendiendo a un paciente, así que el Cónsul se ve obligado a esperar. Lo hace con resignación a pesar de la revolución que se gesta en su interior. Después de un rato, el doctor pausa sus actividades y se asoma a ver a su amigo. Ambos se lanzan una mirada de complicidad, pues saben perfectamente qué es lo que sigue. Se dirigen, sin mediar explicaciones, a un cuarto secreto del consultorio en el que departen varios tragos.

Lowry descubre el aire de camaradería innata en todo aquel que bebe. Esa fraternidad que genera lazos consistentes allí donde suelen gestarse los vínculos humanos a partir del lugar común y lo políticamente correcto. Con unos tragos encima se abren los boquetes que persuaden hasta las naturalezas más tímidas. Advienen entonces las charlas impetuosas, el baile y la fiesta. El trago puede ser también compañero de los más arrojados e iracundos, de los solitarios que en las sesiones de callado pensamiento se aproximan a lo inefable del conocimiento y al descubrimiento siempre espinoso de uno mismo.

Una mirada de camaradería fue la que me hermanó con el buen Ricardo Lugo, director de la revista de literatura Los bastardos de la uva. Fue hace poco más de tres años, justamente en una fiesta. En medio del tropel de bailes, gritos y sonidos de botellas; lo divisé cerca de la barra. Acodado en la misma, bebía cabizbajo con una parsimonia grisácea que contrastaba con el aura de arcoíris carnavalesco que gobernaba la reunión. Nuestras miradas se encontraron, la suya estaba iluminada por esa luz de quien espera una palabra de aliento. Unos segundos después, sin más, nos hallamos compartiendo un trago y observando el siempre contingente desenvolvimiento de la acción colectiva. Después de un rato, y hermanados por el corazón roto —pues yo también estaba envuelto por el lastimoso manto del desamor— me confesó el motivo de sus muy evidentes dolencias: había gestado a Los bastardos de la uva para conquistar a una bella mujer, pero ésta lo había bateado justo unos cuantos días antes de salida la revista.

En dicho contexto surgieron Los bastardos de la uva como una celebración del trago, el arrabal, la errancia y el trastabille en las cantinas. Una intención buscaba ser el punto de partida: publicar puros textos rechazados. Esta frase, aparentemente trillada, no dejaba claro su alcance para ese momento, pero poco a poco fue estableciéndose como el punto de partida de la esencia de aquella incipiente publicación. Con el tiempo la revista ha devenido en antología de literatura contemporánea mexicana. Y en tanto tal, no está de más decirlo, propensa al error. Lo cual resulta paradójico pues el contenido de esta revista celebra, precisamente, al hombre falible; considerando el fracaso como una parte esencial de la naturaleza humana. Pondera, también, el hedonismo y el placer que goza y hace gozar. No invita a nadie a beber ni hace apología de la embriaguez que desprovee de razón. El alcohol sólo es el pretexto que nos permite asomarnos a las entrañas de aquellos hombres que caminan en dirección contraria al relato establecido.

Me permito ahondar en este último punto apelando a la figura de los zombis del metro de la ciudad de México, acaso el lugar más heterogéneo de nuestro país. Desde la mañana basta con aguzar el ojo y descubrir en la mirada desconfiada y contemplativa de los obreros, oficinistas, amas de casa y estudiantes, cómo van alimentando en sus vida una vena de locura con el pasar de las estaciones. Al llegar la noche, y ya finalizada la jornada diaria para la mayor parte de las personas, uno ve surgir a los zombis como ánimas. Uno se pregunta si es que el leviatán urbano, ya indigesto, ha vomitado a estos hombres de sus vericuetos grises. Acontecen los ladrones, los locos, las putas, los borrachos. A toda esa fauna citadina la revista les de la mano, pues son los inadaptados, los arrojados, los incomprendidos. Cada uno de esos hombres y mujeres constituyen una biografía, una historia de vida que ha arrancado el interés de los clásicos desde siempre; y también el de la moral burguesa que los censura y que impele mirarlos con asco y desconfianza. Esa moral que nos hace acumular culpas, patologías y miedos y que nos aliena al imperio de la igualdad de caminos ya trazados, ya sabemos: la famosa zona de confort: que si con la pareja, el amor, la fidelidad y la familia; que en la escuela, los doctorados antes de los 30 y mucho antes las engorrosas tesis que censuran el ánimo de escribir de muchos jóvenes; que si en el trabajo, las escalas, la productividad, el ser el empleado del mes; que en lo político, preocuparnos por el otro, votar, participar. Los zombis, en cambio, son los desiguales, los infames que cargan en sus espaldas la humanidad de todos nosotros. Ellos son nuestro mejor espejo. Y es eso lo que Los bastardos de la uva buscan en la literatura: todo aquello que hurgue y que estruje las entrañas más internas de las personas. Y no para reivindicarlos, que para eso están los activistas de izquierda; no para satanizarlos, que para eso están los líderes de publicaciones mafiosas que se indignan con el plagio y el robo; mucho menos para rescatarlos o mostrarles el camino correcto, que para eso están los pastores de la moral; sino porque estamos convencidos que la literatura nos permite zambullirnos en las entrañas más apestosas del hombre, allí donde se gestan las situaciones límite. Y porque pensamos, también, que la voluntad y la fuerza de existir refulgen como un tesoro escondido justo en el filo de la navaja. Antes o después, incluso, de la caída libre.

Eso es lo que me genera pertenencia hacía este proyecto. En el trajín de estos años hemos establecido un proceso de aprendizaje que es forma de vida sustentada en el ejercicio de una amistad sin concesiones; en la práctica de una vida cotidiana que celebra el placer y no el sufrimiento; aunque a veces nuestra nada práctica cotidianeidad de románticos trasnochados nos lleve a trastabillar y dar de tumbos por los caminos del sur de la ciudad.

Nos topamos, en fin, con la disyuntiva de continuar con un bajo perfil o de acceder a lógica mercantil. ¿Cómo exprimirle a la revista viabilidad económica sin perder su esencia irreverente? He visto a personas venerar bustos de Marx y a la vuelta de la esquina rasgarse las vestiduras por unos cuantos pesos. He visto también a poerockstars que se convierten en verdaderos usureros cuando el tema del dinero está de por medio. Es un reto que tenemos por delante y ante el cual nos corresponde trascender nuestras diferencias poniendo siempre por delante la amistad. Esa misma, que como dice Robert Grossman «posibilita luchar contra esa arbitrariedad que pareciera dominar nuestro destino». Por lo pronto, y en ese sentido, hemos reactivado nuestro programa editorial con «Un hombre no patea perros heridos» de Susana Iglesias. Notable y punzante libro de una mujer aguerrida y hermosa.

Me congratulo por este número 19 y brindo por él por ustedes. ¡Muchas gracias!

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