Cantina La Faena

Vindicación del mala copa (I)

Llego tarde a la presentación del libro de un camarada en La Faena. Me gusta entrar a esta cantina porque siento una empatía hacia la arquitectura lúgubre y decadente. No sólo por la longevidad que se acentúa con la falta de mantenimiento, y que le otorga un singular tufo museístico (tanto que pareciera que uno puede dejar una marca si pasa el dedo índice por la capa de polvo que parece forrar las mesas); sino por el silencio, el cual me posibilita pensar y pensarme, como un diálogo entre la decadencia del exterior con las vicisitudes propias de los circunloquios mentales que yacen en el interior de cada uno de nosotros. Tal vez por esa razón intuí, la primera vez que entré, que en una cantina como ésta se habría dado aquel encuentro en el que se conocieron Malcolm Lowry y Juan Fernando Márquez, en donde este último le habría dicho al novelista inglés, al descubrirlo en plena introspección etílica: «Veo que está usted muy turbado con sus pensamientos, debería dejar de preocuparse».

Para este momento, sin embargo, y a pesar de que la presentación ha finalizado, el lugar se encuentra atestado de personas, lo cual corrompe por completo la esencia ruinosa de esta cantina. Confieso que mi objetivo de hoy era no beber: saludar a mi camarada e irme, haciendo sólo “acto de presencia”. Y así lo fue hasta que, ya dispuesto a retirarme, divisé la mesa donde departía mi buen amigo Juan José Lozano, el cual me invitó a incorporarme y beber un trago de mezcal Alipús que escondía debajo de su chamarra. Acepté entusiasmado “tomar sólo una copa”, puesto que además del aprecio que le tengo a este hombre, también lo considero el mejor bebedor de mezcal que he conocido. Y esto sin tomar en cuenta una obviedad que todos aquellos iniciados en la cofradía de los bebedores tienen clara: una copa de ese líquido no se le niega ni al mismísimo demonio. En los dos sentidos de la palabra, pues no se veda ofrecerlo, pero tampoco recibirlo, mucho menos cuando se trata de alguien con quien se ha rebasado aquel umbral que describió magistralmente el escritor inglés antes citado: «Bajo la influencia del mezcal, los mejores amigos harán todo lo posible por asesinarse. Pero una amistad que, engendrada por el mezcal, lo sobreviva, sobrevivirá cualquier cosa».

Un barullo de risas me llega de una mesa contigua; reparo que en ella se encuentra Manuel Ventura, joven escritor recientemente galardonado con un premio literario. Se halla rodeado por un séquito de groupies, casi todas mujeres. En nuestra mesa, en cambio, hay puro macho trasnochado. Siento un ligero dejo de malestar al observar la escena, y es que desde que terminé mi relación con Alejandra pareciera que por más esfuerzo que realizo, en lugar de atraer a las chavas, las repelo. Algo muy diferente a lo que sucedía hace apenas unos meses, cuando aun presente mi ex novia podía entrar en contacto con más de una mujer. Juan José parece compartir mi malestar. Me recuerda un episodio de mala-copés en el que Manuel Ventura, completamente ebrio, intentó tocarle las nalgas a su esposa. A la de Juan José, claro está. Volteo de nuevo hacia la mesa de las groupies, y pienso que el recientemente galardonado terminará cogiéndose a por lo menos una de ellas. Qué gran hijo de puta.

Pasa el tiempo, exacerbado tal vez por la tiránica soberanía del mezcal, y aquella hipotética copa que me tenía permitida se convierte en largos tragos directo de la botella. Entre Juan José y yo la hemos despachado casi por completo: de esa magnitud es mi falta de voluntad. Decido beber cerveza para chasear al demonio que comienza a gestarse en mi interior. Me dirijo a comprarla yo mismo, pues el lugar se encuentra tan atascado que los dos meseros que suelen atender a los comensales no se dan abasto. Camino con dificultad entre las mesas y llego a la barra, donde, casualmente, me encuentro al susodicho Manuel Ventura. Nos saludamos y me extiende un ejemplar de su libro galardonado. Lo felicito mientras ordeno dos chelas que deposito en el filo de la barra. Unos segundos después me lo arrebata y escribe lo que supongo una dedicatoria en la primera de sus páginas. Lo miro mientras escribe y recuerdo lo que me ha contado mi compañero de tragos y sin más le reclamo airadamente que haya intentado tocarle las nalgas a la esposa de Juan José. Algo que ni siquiera me consta, y no es que suponga que mi amigo es un mentiroso, sino que está claro que es mejor no tomar por ciertas las ficciones que uno mismo construye estando envuelto en el sempiterno manto del alcohol. Me contesta, completamente extrañado, que no sabe de lo que estoy hablando. Entiendo que la borrachera nos impele a ejercer juicios guiados más por nuestro corazón que por la razón, los cuales se presentan, muchas veces, sin el contexto adecuado. Todo eso lo comprendo cuando observo el libro que acaba de regalarme, y cuando echo una mirada rápida a su dedicatoria. Imagino a Manuel escribiendo su novela, corrigiéndola, mostrándola a sus amigos, a sus padres y familiares. Me lo figuro enterándose de su premio y siento una sincera empatía por su alborozo. Es más, hasta me permito desear que termine cogiéndose a más de una groupie. Le pido una disculpa extendiéndole mi mano. Se niega con una mueca de novia berrinchuda. Me dice que jamás ha permitido que le cuestionen sobre cosas de ese tipo y que no va a permitir que yo lo haga. Le respondo que todo fue un impulso, que no se lo tome a mal, pero esta vez se niega con más ímpetu y vuelve a dejarme con la mano estirada. Me dice que no mame, que cómo es posible que le haya reclamado eso. No sé desde cuándo se depositó en mi mente vincular un apretón de manos con un verdadero ejercicio de fraternidad, creo que fue mi abuelo quien me dijo que nadie tendría por que negarse ello, siempre y cuando hubiera sinceridad en ese acto. Estrechar con fuerza una mano es la mejor manera de conciliar a dos hombres, habría dicho alguna vez el viejo. Vuelve a reclamarme y pierdo la paciencia: ya, güey, no mames, ya te pedí perdón: te ofrezco mi mano por tercera vez, si te niegas a estrecharla te rompo tu pinche madre. No hay respuesta y así, con el brazo estirado, cierro el puño y dirijo un golpe corto directo a su mandíbula. Tomo las chelas que he dejado en la barra y me retiro a mi lugar. Llego a la mesa con Juan José y le doy la suya. Alcanzo a ver cómo un grupo de personas se dirigen hacia nosotros. Ya se verá que hay de dos sopas: que la cosa desemboque en pelea, o simple y llanamente que las miradas flamígeras se depositen en un joven trasnochado que ha golpeado a un escritor recientemente galardonado, seguramente por envidia.

Fotografía: ‘Vampiro’, Miguel Juárez Figueroa, 2010