Elogio de la glotonería

1. «Muchas razones [desechando el motivo religioso] deberían invitar a consagrar el 25 de diciembre como fiesta de fiestas, pretexto para festines», dice Michel Onfray en El vientre de los filósofos. Agreguemos también a esa propuesta el 31 de diciembre. ¿El motivo? El placer y nada más.

2. Hablando de vientres, me viene a la mente la ponderación que Ambrose Bierce realiza del estómago como órgano de la vida. Estímese la definición de abdomen en el Diccionario del Diablo: «abdomen s. Santuario del dios Estómago, al cual todos los hombres verdaderos le rinden culto y sacrificio.» Tal y como se practicaba en aquellos rituales del Club del estómago que lideraba Mark Twain, donde entre otros excesos se reverenciaba el onanismo: ese pasatiempo tan digno de glotones.

3. La barriga de Chesterton representa la viva imagen de la esfericidad. Tal vez por esa razón produzca tanta extrañación en quien la observa. Es posible intuir en ella la belleza de la plenitud, como ese bufido de satisfacción que la cerda exclama al estar satisfecha, o esa sutil parsimonia con que sus crías se alimentan, indiferentes del mundo.

4. Y hablando del cerdo, animal perteneciente al bestiario del hedonista, diremos que su conformación orgánica permite establecer ciertas coincidencias con las morales que se oponen al idealismo de cualquier tipo. Pensemos en su espinazo curvo que le impide mirar al cielo, como si estuviera incapacitado, a diferencia de los románticos, de observar la luna y recordar a la mujer anhelada. El cerdo no discrimina alimentos ni posibilidades reproductivas, por esa razón su cópula se realiza sin concesiones. Es probable que sea debido a ello que se alimenta de todo lo que tiene próximo, como animal terrenal, ensuciando su vientre que siempre estará a ras de suelo.

5. Por cierto que Chesterton era tan buen comedor como anfitrión. Y es que esas dos acciones se complementan y enriquecen. El gusto, en su lógica solitaria, se potencia en lo colectivo de la reunión y la charla de sobremesa. Departir en el banquete abre las puertas de la amistad, la risa y el placer. El escritor inglés proponía un numero prudente para las reuniones báquicas: 9 personas, el número de las musas. Si se cumple con ese requisito, advierten los iniciados, la fiesta puede devenir en una experiencia cognoscitiva que impela al pensamiento y la creación. Así nomás.

«—¡Qué pedazo de barriga!
—¡Oye-oye, mis placeres me ha costado!»
Escuchado en El Pilón, senda cantina de Iztapalapa.

6. Hablando de reuniones, imposible no evocar a dos anfitriones famosos que representan dos extremos del arte de organizar una comilona. Kant y Franz Schubert. El primero, sibarita, acaso el hombre que mas abundó —utilizándose a sí mismo como materia prima— sobre el vínculo entre hombre-alimentación, según sus biógrafos. Kant hacia hasta lo imposible por agasajar a sus pocos comensales. No había exceso en la casa del filósofo; además de que las reuniones no solían durar mucho como en las famosas schubertiadas, las cuales eran reventones incansables donde no se comía tanto como los toneles de vino y música que transitaban por las venas de los asistentes. Por cierto que Kant no era del todo afecto a la música y a las artes. Por cierto que el pensador de Königsberg murió longevo, a diferencia del compositor vienés, que apenas llegó a los 31 años.

7. Dos tipos de anfitriones, dos tipos de comedores. Como en la famosa comilona de Cien años de soledad, en la que Aureliano Segundo, glotón invicto en las reuniones realizadas en la casa de Petra Cotes, muere después de enfrentarse a la Elefanta. Durante el combate, el defensor comía a dentelladas, ansioso, literalmente desbocado, mientras que su contrincante lo hacía seccionando la carne como un cirujano, sin prisa y con goce. La Elefanta, cabe anotar, creía que uno era capaz de comer cualquier cantidad de comida siempre y cuando hubiera cierta tendencia hacia el orden en la mente. Después de dos días, Aureliano se atragantaría con un pedazo de pavo provocándose una congestión, mientras que la Elefanta, podría haber continuado sin problema alguno. El glotón muere rápido, el sibarita es el artista de la vida y la longevidad.

8. Males de asalariados.
– El mal de puerco, esa sensación impertinente que impele al sueño en pleno trabajo alienado. Mal improductivo, terror del capataz, del ojo de poder que observa. Quien lo padece se debate entre tenderse en esa nube de buenos pensamientos que provoca el acto de dormir más allá de la rutina, o permanecer sumergido en el vaivén laboral.
– Hay oficinistas que lanzan toda su quincena al caudal de la borrachera. Que ahorren los exitosos, los que buscan reproducir el capital. A los primeros les pasa lo de Montaigne: el dinero les quema las manos. Y qué mejor que gastarlo en placeres.

9. Las autoridades advierten sobre el peligro en la ingesta excesiva de comida en estas fechas. Llaman a la moderación. De 2 a 7 kilos de peso son los que suelen aumentar los desaforados comedores. El problema es que la fiesta, por definición, consiste en lo contrario: implica el derroche, el gasto y el exceso. Y no hay razón que valga para cuestionar esa realidad. Lo universal no se derrumba aunque no «haya nada que celebrar», como indican los paladines de lo correcto y lo incorrecto.

10. Y hablando de advertencias, me vienen a la mente algunos preceptos vegetarianos. Propuesta alimenticia que en tanto busca orden implica renunciación. Idilio de ascetismo. Y por lo tanto, dogma. Hitler y Saint-Just suscribían esa forma alimenticia. El glotón, inevitable omnívoro, es mas bien ecléctico, iconoclasta. Eso no quiere decir que no haya glotones hijos de puta; ni viceversa, vegetarianos con el corazón en la mano. Lo cierto es que me resultan menos aburridos los primeros, pues tienen más temas de los cuales conversar. Lo que pretendo decir es que del pensamiento es posible inferir un panorama general de la forma en la que comen los individuos. No nos esperaríamos un voraz Gargantúa de un practicante de religiones orientales. Por cierto que Rousseau, otro vegetariano, creía en la bondad del hombre: el vegetarianismo, como acto de renunciación, es tan ilusorio como esa creencia.

Coda: Pocas cosas tan lastimosas como la enfermedad estomacal. En las visceras yace una expresión real de lo que somos. Hablo metafóricamente. Pero ciertamente no reconciliar las entrañas con la mente provee desordenes de temer. En las entrañas se concentra el enojo mal dirigido, el dolor del amor inexperto. El temor, la ansiedad, y el estrés, demonios contemporáneos, se postran intolerantes en esa parte del cuerpo. No nos queda más que alimentar buenos pensamientos y placeres, consagrarnos al dios Estómago.

«Este año mi objetivo es bajar la barriga. ¡Pero al suelo culeros!»
Escuchado en La Gloria, pulquería ubicada en las inmediaciones del metro Zapata.

Fotografía tomada de internet: Gilbert Keith Chesterton (1874 – 1936)