Carta a un amigo desaparecido

Amigo:

te preguntaras quién soy. No me conoces. Yo a ti sólo un poco. Supe quién eras cuando observé tu rostro en los periódicos. Unos días después de que te desaparecieran. Me deslumbró tu imagen, la luz de tus ojos refulgentes. 17 años, según indicaba la ficha informativa. La edad de los sueños y la rebeldía genuina. Unos días después se difundirían detalles de tu perfil. Me enteré que admirabas al Che Guevara, y que te gustaba leer literatura. Me acordé de mí, hace 10 años, también estudiante. Justo la edad en la que, dice mi madre, se tiene todo el camino por delante.

Te desaparecieron, hermano. Para algunos no sólo es así. Hay quienes aseguran que tú y otros 42 compañeros, amigos tuyos, están muertos. Tal vez sepultados en fosas, tal vez hechos cenizas después de ser incinerados. Otros, los que no han normalizado la muerte, anhelan encontrarlos con vida. He asistido a las marchas. Confieso que desconfío de las multitudes. Sobre todo cuando son manipuladas por intereses políticos. En este caso fue diferente: cuando la muerte acecha el tema nos compete a todos, desbocando un impulso que aglutina la indignación compartida. Y el México de nuestros días huele a sangre. Y a todos nos compete reparar en ese tufo, pues no hay quien no haya sido hijo, padre, amigo o hermano.

En una de esas ocasiones conocí a tu padre, quien fungió como orador en uno de los mítines. Yo en la plancha del Zócalo, observándolo a lo lejos. El hombre en el templete, con el semblante del campo, serio, de una sola pieza. De piel amaderada. Con esa voz pausada pero intensa, bien meditada, ausente de parafernalia. Tan parecido al mío. Su apariencia de roble se quebró cuando evocó tu niñez, tu decisión de ser profesor para ayudar a la gente. Contó de tu oficio, de tu vocación por las buenas causas. No aguantó y las lágrimas anegaron sus ojos. Prometió encontrarte, aunque en ello le fuera la vida misma. Él nos rogó que no lo dejáramos solo. Que compartiéramos su esperanza. Y yo estuve de acuerdo: la zozobra de la esperanza se hace llevadera si alguien te da la mano. ¿Alguna vez escuchaste llorar a tu padre? Yo al mío sólo una ocasión: el día en que murió su mejor amigo. Me acordé de eso y llamé a mi casa. Me contestó él. Le dije que lo quería. Te quiero jefe, y también lloré. Yo así le digo a mi papá. ¿Cómo le dices tú al tuyo? ¿Le hablas de tú o de usted? ¿Cuál es tu historia? Cuéntame un poco más, por favor.

Sabes una cosa, amigo, me gusta escribir. Comencé a intuirlo más o menos cuando tenia tu edad. Escribía diarios. Cartas a las chavas que me gustaban. Sé que tienes una pequeña familia; una esposa tan joven como tú que reza todas las noches por tu regreso, una pequeña niña absorta en su inocencia, hermosa. En tus ojos, insisto, se asoma el amor: quien ama de esa forma puede resistir la soledad. Y tú debes saberlo mejor que nadie donde te encuentres. Sabes, yo también estoy saliendo con una chica. Se llama Jacqueline, tardes completas se me van pensando en ella, en sus ojos, en su cabello lacio, en un lunar que tiene en la comisura izquierda de los labios. Perdóname que abunde en detalles, sé que me comprenderás: también estoy enamorado. Cuéntame de tu esposa, de tu hija. ¿Qué se siente ser padre? Se les ve tan felices en las fotografías.

Quisiera relatarte un sueño. Lo tuve hace un par de semanas. Me encontraba en el interior de una habitación lúgubre, polvorienta, con mínimas entradas de luz, y donde yacía, justo en el centro, una mesa con una maquina de escribir resuelta a imponerse a esa aparente indisposición que el ambiente determinaba. De pronto un ruido que provenía del exterior me distrajo. Me asomé por la ventana. Afuera, el recodo de un terreno hostil, la arquitectura de una fosa, un lugar aún más sombrío también, pero sellado por completo: una especie de metáfora de la muerte total, del encierro definitivo y de la esperanza anulada. Observé la fragilidad de cuerpos sin vida resbalando hacia las profundidades, y el terror en los ojos de esas personas antes de morir. Y la máquina de escribir aún en el cuarto, lista para intentar dar palabras a esa tragedia.

Al despertar, intenté dimensionar la magnitud del dolor de tus padres al ignorar tu paradero. En el peor caso: el pensamiento de la ausencia de tu cuerpo. Esa ignorancia que exacerba el duelo, las preguntas, el odio. Y me estremecí ante la posibilidad de que mis familiares vivieran algo semejante. Efectivamente: las personas mueren, eso es normal. Lo treméndamente injusto es que los padres entierren a sus hijos. Aún más que no dispongan del cuerpo para darles sepultura. Aún más que no sepan si están vivos o muertos. Agrego algo: los cuerpos en mi sueño no tenían rostro, estaban carcomidos, con su singularidad borrada, anulada, hundida en el estanque del olvido. Esa es la historia de miles de desaparecidos en nuestro país.

Me despido, amigo. Sé que tienes un nombre, una historia que es necesario narrar. No eres sólo una estadística. Sé que eres un hombre con órganos y sistemas funcionando debajo de la piel. Sé que puedo compartir contigo los miedos más profundos. Que puedo encontrar la llave, el cerrojo para darte un poco de sosiego en este momento, donde sea que te encuentres. Unirme a tu destino, aunque éste sea distante y desconocido. Es por eso que te escribo, aunque no te conozca del todo, aunque tú no sepas quién soy: la intención que tengo es horadar esa máscara que nos impide sensibilizarnos ante la tragedia de los otros, para zambullirme en tu arquitectura y oler tu corazón.

Con toda la sinceridad que inflama mi pecho, y esperando que un día cercano puedas leer esta carta; deseando que regreses pronto, te abrazo fuertemente. Ya que, como dice mi madre: tenemos todo un camino por delante.

Amistosamente.

Miguel.

Fotografía: ‘Olvido’, Miguel Juárez Figueroa, 2012