Horadar la roca

La existencia es un roca enorme,
horadable.

Voluntad de cincel y
martillo tiene el hombre,
para hacerle frente.

 Por dentro de la piedra, empero,
éste se topa con muros de hierro.

 Se obligará, entonces,
a horadar en direcciones insospechadas
hasta gestar una imagen, un estilo.

Nadie horadará dos veces la misma piedra.

Habrá que seguirlo haciendo, por lo tanto,
hasta el límite de las fuerzas;
más allá de la falibilidad
y los tropiezos.

Y a pesar de la incurable melancolía.

1. Agarramos la borrachera mi amigo Paulo Canzino y yo sin más argumento que compartir la incurable melancolía. Hablamos sobre literatura y música y cada trago tiende puentes entre su existencia y la mía. Sin embargo, cuando la plática se dirige hacía la filosofía me retiro a seguir bebiendo por mi parte: el indio ebrio que llevo dentro sólo siente, no piensa.

2. El inevitable día le da la mano a la resaca. Las crudas solitarias dirigen al hombre hasta el colmo de la emoción. Se vuelve entonces inservible pensar o hacer un recuento de los errores cometidos el día de ayer. El espejo devuelve una mirada flamigera, ausente de las concesiones hipócritas de la vida cotidiana. No hay honor, dignidad ni respeto en el espejo; tan sólo un hombre hecho añicos, carcomido.

3. Me la curo en la birriería “El Michoacano”, lugar sagrado en Santa Úrsula Coapa. El consomé es la metáfora del hedonismo exacerbado; la carne de chivo exprimida es un motivo de lo diabólico: un pedacito de infierno que se apaga con cerveza. Todo es fiesta y placer en mi boca. Es un momento de olvido que borra de una pincelada el terruño y ahoga la semilla de romanticismo que yace en mi corazón. La tristeza se censura y le da la mano al goce.

4. La mesera tiene ojos color miel y piel ultra-blanca. ¿De qué bucólico lugar habrá salido esta sublime mujer? Su cuerpo tiene la curvatura de un violín que interpreta a Gluck. Cada que acude a la mesa le hago alguna broma y cuando ríe una pequeña vena se le hincha a la altura de la sien. Es tímida y agreste, aunque sincera. Me dice su nombre: María de Jesús. Qué nombre más inmaculado. En mi imaginación ella es una zagala y yo quisiera ser un pastor dispuesto a darle diez hijos. Voy al baño y cuando regreso a mi lugar me percato que me he salpicado de orina parte de mi pantalón. Tal vez María de Jesús me haya visto, lo cual me aturde. Ni pecs, yo no soy un violín sino un contrafagot, un monstruo escupiendo baba y sonidos flatómanos. No será mi zagala, ni yo su pastor.

6. Llega un trio de norteños. La música: la inefable y singular música, acompañante solicita; jamás reaccionaria ni panfletaria. Negocio dos canciones: Paso del Norte y Besos de Papel. Difícil encontrar algo que adolezca melancolía en el repertorio de la música popular mexicana. Ésta se cuela y asoma a cada estrofa, es la cruz en la parroquia de la patria, el viento que golpea al indio en los caminos secos.

7. Embriaguez, pesadez del cuerpo, balbuceos. Las calles como pasillos donde se horada la piedra cuesta arriba. Dedos señalantes, susurros desaprobatorios. Sin embargo, lo único que importa es estar vivo.

8. Llego a mi departamento y mi broder Paulo me está esperando a la entrada del edificio con una botella de vino en la mano. Incansable amigo. Entramos y festejamos el luctuoso de Rulfo escuchando Diles que no me maten en voz del propio autor. Antes de que termine el cuento Paulo se ha quedado dormido. Y yo tenga unas ganas de vivir como las tiene un recién resucitado.

‘Camaradas’, Magú, 1986