Carta para Eusebio, 66 años

i.

Eusebio:

Hoy es tu cumple y cayó en domingo,

carnal, mi poeta perro.

Un melancólico domingo,
como diría Revueltas
—nuestro máximo compositor.

En qué andas, amigo.
Imagino que libando un vodka,
con esa calma tan tuya.

Frente a ti, tus dos compas dipsómanos:

(tal vez Enrique González Philips
se esté chutando la Sonata trino del diablo,
completamente ebrio,

mientras Luis Ignacio Helguera se baja

una botella de Siete leguas blanco
a largos y desesperados sorbos)

Otro de tus amigos dipsómanos sigue vivo
y pergeña estas líneas.

Me integraste a esa caterva en nuestra última charla.

Allí en el parque de la Conchita.
—después de una sesión de Prokofiev.

Temías y no sin razón:

Pues habías observado en mi delirio
el incendio que consumió a tus amigos prematuramente.

Lo seguiste intuyendo aquella tarde

en el Zócalo, poco antes de la caída
que gestaría tu hematoma:

“cabrón: me latió tu texto,

vamos a la nuevo león por una torta de chorizo
con güebo; te invito los tres rones de rigor…”

Querías hablar conmigo porque avistabas tu muerte.

Me negué porque la ansiedad me consumía;

porque el alcohol

era como el rostro de mi madre muerta

en las peores abstinencias.

Y me apenaba confesártelo…

Así que, creyéndote inmortal,
me deposité en las sombras.

—Telarañas de pensamientos,

y día tras día mezcal hasta caer rendido.

A expensas de mi padre,

que sin saberlo financiaba mi desgracia—

Entonces te consumiste y yo
comencé a apagarme.

Y muy tarde logré asir ambas cosas.

ii.

Entramos a tu estudio de Zapote.
Abres el frigo y sacas dos cervezas
que bebemos lentamente.
Te ayudo a resolver unos problemas en tu compu.

Y después depositas un billete en mi camisa.

Terminamos de escuchar la tercera de Brahms
para continuar con Beethoven.
Por supuesto que la Heroica.
Descorchas una botella de vino y te acomodas para escucharme.

Se llama Catalina, carnal, y estoy enamorado.

Y he cometido los errores más ignominiosos,

tú sabes de eso.

Te los cuento uno a uno,
apelando a la sugerencia de Montaigne
que alguna vez me enseñaste en el taller de Tlalpan:

“habla siempre de lo peor de ti

porque eso es ensayar”…

Podría asegurar que me ves
como a tus alumnos del Reclusorio Norte
cuando te confiesan sus peores crímenes,
al pedirme que deje de lloriquear

y que me amarre los güevos…

Después te platico más de Catalina,

de su conocimiento sobre la mitología griega,

de que alguna vez vi sus ojos tan próximos
una tarde de julio en la mixteca
—luz de cuerpos fusionados, de llanura,
de mezcal, de Rulfo y de todo Lowry…

de que tiene un hermano que perdió a un amigo
de manera fulminante
—como tú y como yo—
y que atesora un retrato en su hogar…

de que sabe mucho de amar
y que así lo intentó conmigo…

de que en las mañanas, al hacer mi cama,
aún recuerdo el calor que dejaba su cuerpo
del lado en que dormía…

de que extraño su risa desaforada, sus charlas sobre jazz
su manera de arreglarse el cabello…

de que anhelo las comisuras de su cuerpo
que olía a escondidas: sus sobacos,
su magnífico coño frutal,
su espalda baja, sus hermosos muslos…

Y entonces te levantas de tu asiento
con los ojos anegados en lágrimas
y me abrazas y lloramos juntos
en el colmo de Beethoven

y me aconsejas… pero todo se difumina…

iii.

Así que esto es el dolor, Eusebio,
su manto espeso.

…Así que así se siente la navaja sedienta de la soledad…

Te abrazo fuerte, sabes que te quiero un chingo.

Salúdame a Enrique y a Luis Ignacio.
Que me curen de espanto de la cirrosis o del ahogamiento…

Que te celebren a la altura.

Que a la ficción anterior me ciño,
y que voy a escribir.

Que hasta entonces.

Aunque esté doliendo.

Miguel.

Fotografía: Evgeniya Gor