Silencio y mezcal

Para Paola Pacheco

Vastas y vacías cámaras de silencio se expandieron en todas direcciones, y mi ser se expandió en proporción, y las llenó. Fue entonces cuando, por vez primera, pude apreciar el sonido, y encontrarlo musical

Henry David Thoreau

Bitácora de viaje:

San Juan Bautista, Coixtlahuaca, Oaxaca, octubre de 2011

Vamos a velocidad media sobre la carretera que conduce a Yanhuitlán. Venimos desde Coixtlahuaca, donde almorzamos barbacoa de chivo preparada a pie de horno. Doy tragos esporádicos a mi cerveza y la sensación de goce que se concentra en mi estómago me provoca evocar la imagen del horno de piedra cubierto con pencas de maguey, el humo saliendo de un golpe y los ojos entrecerrados del vendedor introduciendo intuitivamente la mano para sacar las porciones de carne; también las tortillas de trigo cocinándose en el comal, y el aroma inconfundible del café endulzado con piloncillo resguardado en la olla ennegrecida por el fuego de leña. Después, durante la plática de sobremesa, la alusión festiva a las anécdotas de la borrachera de anoche, y la coincidencia general en nuestro estado de resaca. De fondo, la imponente fachada del convento de Coixtlahuaca, en remodelación desde que yo era un niño, cuando me metía con mis hermanos entre las ranuras de los andamios y llegaba hasta el refectorio, donde, a pesar de la oscuridad total, era posible observar maderas viejas, retazos de antiguos materiales, jirones de lienzos religiosos con motivos sobre el dolor de los santos: una verdadera tierra enigmática digna de explorarse por la curiosidad infantil. Fue al terminar el almuerzo, al observar y recordar todo esto, cuando propuse conocer alguno de los otros dos conventos de la ruta dominica, esos sí completamente reconstruidos: Yanhuitlán o Teposcolula. Mi padre, Juan y Vale aceptaron. Éste último apuntó que había escuchado que el mezcal de Yanhuitlán era exquisito, y no sólo eso, sino también famoso por su bravura. Nos urgía curar la cruda, y sabíamos que el viaje nos ayudaría, así que nos inclinamos por esta opción. Las mujeres decidieron esperarnos arguyendo cansancio, decisión más que comprensible, pues qué cosa más insoportable para un sobrio que lidiar con el olor, humor y semblante destruido de un crudo. Comprender a ese individuo exige un esfuerzo ejemplar de indulgencia, ante lo cual la mejor opción es también emborracharse. El punto es compartir la incurable melancolía que yace en todo borracho solitario (naturalmente tendiente a la introspección y el ensimismamiento) y tornar el dolor físico en algo lúdico y alegre.

Atisbamos desde lejos la inmensa iglesia de Yanhuitlán, se percibe tan sólo a unos metros de la carretera, como una posada en el camino a los viajeros. Al llegar, estacionamos la camioneta en un recodo que se encuentra del lado izquierdo del recinto. Cuando se apaga el motor adviene un silencio inusitado: desde el auto es difícil intuir la parsimonia del exterior. A diferencia del que viaja en automóvil, el caminante adquiere un papel protagónico, pues escucha, siente, huele y observa; es un participe total de la experiencia vivencial. Un intenso calor domina el ambiente, esto a pesar de que hace menos de una hora, al terminar el almuerzo, el frío matutino aún se imponía: así es el clima oaxaqueño en octubre, cambiante e intenso, por lo menos el de la mixteca. Tal vez por esa razón no haya personas en la calle. Trato de concentrarme pero tan sólo percibo el melodioso barullo de los insectos escondidos en las cactáceas. Observo a mis acompañantes: Valentín, Juan y mi padre, tres bebedores de mezcal a su manera. El primero sutil y reflexivo, el segundo, exacerbado y vehemente, el último, sabio y festivo. En la familia todos hemos forjado nuestro carácter a partir del alcohol, lo cual nos ha dotado de características específicas como bebedores. Cada uno ha transitado por este camino a su manera, respetando la experiencia del otro y sólo otorgando consejos en casos estrictamente necesarios. Lo que sí compartimos es el habernos orillado al filo de lo etílico, lanzándonos desde allí a las regiones más profundas de la experiencia báquica. Y de forma completamente autodidacta y libre, aprovechando la ausencia de rigidez moral de nuestro entorno. De mí podría decir que con el trago soy más yo, sin límites ni ataduras. Vivo con la intensidad de un corazón palpitante, siendo capaz de gozar al máximo y llegar a otear, así sea de lejos, la voluntad y el virtuosismo. Y en ese sentido puedo decir que casi todas mis borracheras han sido cognoscitivas. Pero también está la parte maldita: aquella que derrumba mi arquitectura como un castillo de naipes. Esa donde he lastimado mi cuerpo de forma deplorable hasta acabar casi muerto, siempre sosteniendo un trago en la mano, y observando el miedo en los ojos de los que me aman. Acepto que aún no aprendo a vivir, y me temo que no lo haré pronto, pero intentaré que esta última forma muera con la llegada de mis veinticuatro años: el último umbral del romanticismo, en el que la mente y el corazón le han de ceder la estafeta al placer carnal y hedonista.

El entusiasmo se difumina cuando nos encontramos con los accesos del convento cerrados. Nos conformamos con observar la imponente fachada de la iglesia, blanquecina y reluciente, y después ingresar a la capilla abierta. La intensidad de la luz descubre en la tierra seca, de vez en cuando, sombras de aves que surcan los aires como queriéndonos recordar que otro mundo existe allá arriba, y que nuestra visión siempre estará limitada e incompleta. Detengo mi mirada en el relieve del arco y percibo detalles de serpientes, mazorcas de maíz, espigas de trigo. Me esfuerzo por comprender pero lamento mi incapacidad de inferir explicaciones a partir de esos rasgos arquitectónicos. También lamento que no se encuentre más conmigo Sara, mi ex novia, ya que ella es experta en esto. Tal vez no extrañe tanto desentrañar esos misterios como observar el fulgor de sus ojos al hablar sobre historia y arquitectura. Nunca me preocupé por contrastar la verosimilitud de sus dichos, pues me conformaba con el goce que obtenía al escucharla. Tomo mi celular y busco su contacto para llamarla, pero al observar su rostro en la pantalla del portátil decido no hacerlo. No tiene chiste: ya todo aquello terminó y hacerlo sería una necedad. Hay veces que me niego a aceptar que sea de esa manera. Aún extraño ciertas cosas de ella. Qué bueno sería tener la capacidad de disponer de elementos específicos de las personas. Pero más allá de la amistad todo es apariencia. En el amor tradicional es imposible comerse unas rebanadas del pastel: hay que devorarlo todo. Después ya es muy difícil. Además explicarle todo esto sería muy complicado, pues soy pésimo hablando por teléfono y aún no estoy ebrio. La distancia nos haría imposible entrar en armonía. Mucho más si ella se encuentra distraída en menesteres de la vida cotidiana. El viajero, el caminante, no puede compartir en la lejanía su experiencia, necesita sopesarla y digerirla y aprender de ella, y eso implica tiempo, paciencia y soledad. Lo cierto es que acabar una relación implica iniciar otra completamente nueva.

En un extremo de la capilla hay un arbusto tupido. Orino con franqueza. El chorro se pierde en la sequedad de la hierba. Vuelvo a reparar en el silencio, el cual sólo se corrompe por los autos que pasan por la cercana carretera. Se escucha cómo se van aproximando desde lo lejos, después el ruido se va haciendo cada vez más perceptible hasta llegar a su nivel más alto, y después disminuir poco a poco, hasta desaparecer. Es alucinante. Juan propone buscar una tienda donde beber algo. En los pueblos de la mixteca las tiendas no son cantinas, pero uno puede llegar plácidamente a dejar un par de horas tomando cerveza o mezcal. En la tranquilidad de su interior se afina la garganta y la plática con los comensales surge por sí misma. Ése es uno de los tantos poderes del mezcal: agrieta los muros que nos separan y tiende puentes de entendimiento a partir de las cosas más sencillas de la vida cotidiana, aquellas que todos compartimos. Rodeamos la pared que circunscribe el claustro y descendemos por unas escaleras que desembocan en el pueblo. Observamos por fin a una persona: es un solitario vendedor que expende nieves y paletas de hielo. Resulta extraño verlo allí, puesto que si uno voltea no se encuentra con nadie más. Ni un solo niño, siquiera. Y es que los tiempos campiranos difieren en esencia de los urbanos. Mientras que en la ciudad la soledad y el silencio son la excepción, en el campo constituyen la regla. Entonces recuerdo a Thoreau, quien pensaba que precisamente esos tiempos facilitan la posibilidad de ejercer actos de libertad: Predico en un campo solitario, esto es: para mí mismo. Nos acercamos y nos indica la ubicación de una tienda. Entramos. No hay más que un comensal, un viejecillo de sombrero y huaraches, con las manos blanquecinas de trabajar en el campo y que sostiene en su mano una copita de mezcal. Se le nota parco y apenas balbucea algo como correspondencia a nuestras palabras. La señora que atiende nos saluda. En la barra de su mostrador hay un par de garrafas de vidrio con destilado en su interior. En una de ellas es posible observar decenas de gusanos de maguey yaciendo en el fondo del envase. Mezcal joven: $5 pesos | Mezcal + gusano: $6 pesos. Optamos por la segunda opción y ordenamos una ronda, la cual despachamos casi de inmediato. Salgo a la calle a encontrarme con el señor de las nieves y compro una de pitahaya para chasear el mezcal. Cuando regreso ya han pedido dos más. Los tragos que me corresponden aguardan en la barra. Los bebo de un golpe. Después de unos minutos noto que el alcohol comienza a hacer efecto. Ya nos agarró el mezcal, como dice el abuelo, pues son notables los cambios de ánimo en mis acompañantes: mi padre sostiene una fluida plática con el señor y bromea de vez en cuando con la tendera; sus bromas son sutiles pero precisas y atinadas, virtud que celebro y admiro en él; Valentín, fiel a su naturaleza hedonista, prepara ya una botana improvisada para maridar el mejunje, Juan, por su parte, bebe con rapidez y escucha atentamente la conversación, a la cual interviene esporádicamente para dar su opinión. Nos informan que el convento tiene carácter de museo y por tal razón no abre los lunes. ¡Claro, cómo pudimos olvidar un detalle como ése! De nuevo los tiempos oaxaqueños que hacen olvidar la circunscrita rigurosidad de la agenda citadina. Ordenamos un cuarto trago y sentimos el golpe intenso, la sutil embriaguez provocada por el brebaje, la introspección que llega de golpe, la voluptuosidad que incendia el pecho. Es como si al cerrar los ojos uno apareciera de pronto en otro mundo. Tal vez uno hecho de sonidos y silencios. Salgo un par de veces a las afueras de la tienda para sentir la intensidad del sol y escuchar el canto de las cigarras escondidas en lugares inefables. Reparo en el lejano ronquido de un trombón. El sonido viaja libremente por las callejuelas y es difícil rastrear su origen. El intérprete ensaya una canción popular de banda de viento. O tal vez no ensaye, sino simple y llanamente toque por puro gusto. Y es que en esa suposición encuentro una razón del placer que me provoca escucharlo. Es como si el ímpetu de ese hombre fuera una expresión condensada de la musicalidad que yace en cada músculo y tejido de todos los hombres. Me propongo ir a la búsqueda del intérprete de esa música, pero claudico cuando mi padre nos recuerda que quedamos de vernos con nuestros primos en la Ciénega, localidad que se encuentra en la parte alta de Coixtlahuaca. Subimos a la camioneta. Mi padre, alebrestado por el trago, pone música de Cuco Sánchez. Juan me pasa de vez en cuando más mezcal, pues se ha prevenido y ha comprado medio litro más. Vale rehúsa seguir bebiendo, pues él va manejando. Yo intento cantar las piezas tristes, pero no lo logro ante el imponente paisaje que capta toda mi atención. La época de cosecha se encuentra en su coyuntura, y es posible observar los cambios en los sembradíos a través del camino que nos llevará a nuestro destino.

Esa imagen me hace recordar que fue justo a través de ese camino que realicé mi primer viaje a pie. Era yo un niño regordete y completamente desacostumbrado al esfuerzo físico, y ante la propuesta de mi padre de emular la caminata cotidiana que él realizaba en su niñez ante la faena de ir a la escuela o trabajar el rancho de mi bisabuelo, me mostré indiferente. Él sabía que esa era la oportunidad de oro para conocernos, que caminando sabríamos por fin un poco el uno del otro, pues hasta entonces nos representábamos mutuamente como un enigma. No nos advirtió sobre la duración ni lo cansado que sería y, sin embargo, me atreví a realizarlo a pesar de mi sobrepeso y falta de condición física. Y lo celebro, porque ésa sería la primera experiencia estética de mi vida. Aquella vez conocí algunos secretos de la vida campirana: aprendí a diferenciar las hierbas comestibles de las venenosas, la forma de lidiar con el encuentro de alimañas, hasta cómo avistar agua secreta en las pencas de los magueyes. Y allí conocí algunos de los sonidos que nunca voy a olvidar. Esos que atrapan el silencio; como el susurro del aire seduciendo las ramas de los ocotes, o el ruido de nuestras pisadas en la tierra seca. Ese día conocí mi origen a través de la historia de mi padre, y comencé a amarlo de otra manera. Anhelé esa vida campirana como algo que nunca había tenido, y que nunca poseería; pero a pesar de eso encontré por fin la identificación humana que no había descubierto en la ciudad. Ese día nací caminante, y en gran medida como individuo, pues se había gestado en mí la semilla de lo que se iría construyendo en el futuro.

Llegamos hasta la Ciénega desbordados de sentimiento. En la casa de mi primo, que se encuentra en el recodo de una larga pendiente, ya todos nos esperan. Nos observamos mutuamente a lo lejos. Nosotros avanzamos con lentitud debido a lo accidentado de la terracería. Uno de mis sobrinos corre hacia nosotros, bajando la pendiente mientras nosotros la subimos. Cuando se encuentra con nosotros se monta de la defensa, como si la máquina fuera una bestia digna de dominarse. Al descender de la camioneta, saludamos a todos con la felicidad que uno siente de ver a la familia después de un rato de ausencia. Como es una zona alta el aire no encuentra obstáculo alguno, apropiándose del silencio y fusionándose con él. Me encuentro con Emiliano, el jefe de la familia, mi primo político. Le pregunto sobre la cosecha. Se muestra contento y a la vez sorprendido de que me encuentre tan borracho. Le ofrezco un poco de mezcal y lo rechaza: Aistá el diablo, primo, dice, en tono de broma. Después recorremos el terreno para observar el producto de un año de trabajo. Me señala la era que luce dorada y refulgente después de una larga jornada laboral. Emiliano me muestra una hermosa espiga de trigo que sostiene con su poderosa mano. El fondo es claro y azul, como el cielo de sus ojos. Yo tomo la cámara con cautela, él sabe mis intenciones y mantiene la mano estirada. Capto la fotografía.

Fotografía:’Ofrenda’, Miguel Juárez Figueroa, 2011