Pulquería Insurgentes

preferiría ser bárbaro
Tolstói

Voy tarde a la presentación de los Bastardos de la Uva en la Pulquería Insurgentes. Lo anterior sería irrelevante a no ser porque me pidieron pronunciar unas palabras con motivo de la publicación del número diez de la revista. No alcanzaré a decir nada debido a un retraso provocado por un altercado que tuve con mi ahora ex novia. Si me preguntaran sobre qué discutimos no sabría decirlo con exactitud, sólo sé que nos empecinamos en algún absurdo que se fue haciendo grande como una bola de nieve, y que derivó en que después de reclamos y recriminaciones mutuas, decidiéramos “finiquitar la relación”. Me siento cansado; justo como uno se siente después de haber hecho un coraje, y con ese vacío moral que provoca pensar que se pudo actuar de forma distinta.

No suelo viajar a la Roma-Condesa, y por lo tanto, no uso mucho la ruta uno del metrobús. Se me hace un trayecto aburrido. A diferencia de lo que vivo durante mis viajes en metro, donde sin duda alguna suceden cosas más interesantes. Y no se podría esperar menos del mejor lugar para observar el mosaico heterogéneo de la cultura mexicana. Por sus vías transita el coraje de millones de almas lastimadas. Lo último que vi, por ejemplo, fue una pelea entre dos vagoneros en ese lugar dantesco que es el metro Garibaldi. Uno de ellos habría sacado un cuchillo para defenderse, lo cual generaría un clima de terror en el vagón. Eso no pasaría ni de chiste en el metrobús, donde la podredumbre parece ir oculta en el oropel del traje y la corbata.

Cada estación recorrida ha incrementado la ansiedad de llamarle a Sara. Hay algo carnal que me ata a ella, que me impulsa a implorarle que regresemos. Pongo un ejemplo: a Sara no le gusta que le huela las axilas. Y a mí me encanta, pues su olor es único, particular, como el timbre de su voz o la forma de sus ojos. Y he aprendido a apreciarlo tan bien que podría jactarme de conocerlo como nadie más. A pesar de su indisposición, ella ha comprendido cuánto lo disfruto, así que de vez en cuando me permite husmear con total libertad. En ocasiones voy más lejos y meto mi mano en lugares donde se gestan olores insospechados, por ejemplo, en la sutil canaleta que separa sus nalgas, allí sumerjo mis dedos medio e índice como si quisiera sacar un durazno de una botella de conservas, para después llevarlos a mi nariz y aspirar hasta el fondo y descubrir el tufo del añejamiento. Ella me dice que soy un cochino, y yo asiento sonriente: pues tal y como pasa con el animal, el olor me impele a frotarme con el cuerpo de mi pareja hasta saciar mis bajos instintos. No puedo negarlo: el cerdo es el segundo animal de mi bestiario. Estas concesiones me han convencido de ceder en situaciones que no me agradan. He aceptado visitar de vez en cuando a sus padres y fingir regocijo durante los domingos familiares. O acompañarla a reuniones con sus amigos y formar parte de pláticas donde el avance académico y el sueldo son los temas principales. Y así hemos logrado cierta armonía durante algunos meses, hasta el día de hoy, cuando todo parece haberse ido por el caño.

Atisbo la Pulquería de los Insurgentes desde el metrobús Durango. De haber podido elegir el sitio de la presentación hubiera prescindido de esta pulquería. Hubiera preferido algo más sórdido y silencioso, donde fuera posible pensar y beber tranquilamente. Nunca he entrado, pero hay algo en ella que me genera desconfianza. Y creo que no estoy tan equivocado, pues desde el principio me he llevado una mala impresión: unos tipos ataviados de negro que resguardan la entrada han hurgado en mi mochila buscando armas o drogas. Me han tratado como un preparatoriano. Sé que hacen su chamba y que alguien los puso allí, a portarse como majaderos, pero yo no puedo tolerarlo: el mínimo atisbo de descortesía me desconcierta y me pone de mal humor.

Cuando ingreso a la pulquería la presentación ya ha terminado. Me ponen al tanto de que, como siempre, ha sido un fracaso. Ninguna novedad. En el fondo me reconforta no haber tenido que hablar en público, pues me desenvuelvo pésimamente. Hay otros que sufren verdaderas transformaciones con un micrófono en las manos y un reflector iluminándoles. Gozan pensando en que tienen algo qué decir. Entre más insensatos parecen gozar más. Los hay algunos con un “sentido del humor” nato que el público reconoce de inmediato. Con decir una palabra altisonante el público prorrumpe en aplausos y risas. Yo desconfío de todo eso. Voy a las presentaciones sólo porque considero que representan un excelente pretexto para beber. Y eso merece toda mi celebración.

Necesito sosegarme, y qué mejor que acudir al sabio consejo del alcohol, así que me dirijo directo a la barra y ordeno un pulque blanco: no es del todo malo pero no cumple las expectativas que un lugar como este crea, sobre todo si uno ha bebido mejores y más baratos. Pruebo mejor suerte ordenando dos mezcales: regulares, aunque en casi cincuenta pesos cada uno. Ni hablar. Me sorprende que el lugar se encuentre rebosante de todo tipo de personas, desde oficinistas, fresas y hipsters, hasta artistas marginales y uno que otro incauto trasnochado, como yo. La mayoría beben como si no hubiera mañana. Y eso nos hermana, muy a pesar de nuestras diferencias, pues en el fondo somos inadaptados que acudimos al trago para aproximarnos a la antesala de lo monstruoso, de lo demoniaco.

Poco a poco el mezcal va poniendo las cosas en su lugar: las ideas parecen aclararse paulatinamente y puedo pensar un poco a pesar del barullo de los asistentes. Me siento mucho mejor. Me percibo borracho cuando escucho las primeras notas de un trombón y lanzo un desinhibido grito de euforia. Una banda de jazz ha comenzado a tocar en vivo y la pista de baile se llena poco a poco. Yo secundo el movimiento de la masa, pues tengo la intención de que la música me resguarde en su esfera inefable. Reparo en un grupo de jóvenes que bailan frente a mí. Sobresale una mujer, chaparrita, de piel apiñonada y cabello castaño. Ejerce un impetuoso ejercicio dancístico, y de tan ensimismada, parece estar aislada de la muchedumbre. La observo con atención: sonríe todo el tiempo y sus ojos son de color miel. Es completamente hermosa. Me acerco con cautela y bailo cerca de ella. El movimiento nos aproxima hasta que se presenta un contacto muy agradable. Es el poder del cuerpo, el aval de la carne: el carnaval. Algo más ha llamado mi atención: es un olor intenso, picante, pero profundo: es un potentísimo olor a axila. He quedado hipnotizado y no puedo quitarle la vista de encima. Le pregunto su nombre. Romane. El acento de su voz es pausado y musical y me recuerda el hablar cantado de la gente marina. Le regalo algunos ejemplares de Los Bastardos de la Uva. ¡Qué bonitos libros! / ¿De la Uva por el vino? / Así es, ¿en serio te gustaron? / Sí, de donde yo vengo se hace mucho vino: Soy de Burdeos, Francia. / Órale, de lujo, pues yo soy de Iztapalapa, tierras grises y sin vino, pero bellas. Todo en ella es inusitado: la franqueza de su sonrisa, el desenvolvimiento de sus gestos y el movimiento de su cuerpo. Pero lo más raro y hermoso es su olor. No cabe duda de que sería inmensamente feliz con una mujer así.

Todo va de maravilla hasta que reparo en la mirada recelosa de sus acompañantes. Parece que no me ven con buenos ojos. Han de pensar lo peor de un borracho como yo. Lo que no saben es que soy un tipo de papel crepé completamente inofensivo. Pero los entiendo, han adoptado el rol de “protectores”. Y hacen bien, lo cierto es que hay muchos hijos de puta sueltos por el mundo, que me lo pregunten a mí, que vivo en Iztapalacra, y que en algunas zonas se parece mucho al infierno. Platico unos minutos más y logro conseguir el celular de esta olorosa mujer.

¡De lujo! Esta presentación me ha ofrecido más de lo que esperaba. Ya no tengo más que hacer aquí. Decido irme con una emoción a cuestas que decido no reprimir: me dejaré llevar por el vehemente caudal del alcohol. No puedo sacar de mi mente a Romane. ¡Me ha recordado tanto a Sara! Camino sin rumbo fijo y el sentido común me arroja a llamarle a mi ahora ex novia. Pruebo un par de veces sin éxito. Lo seguiré intentando y en cuanto me contesté imploraré perdón: me echaré la culpa y me arrodillaré a la distancia. Ni modo: una por otra. Todo sea por oler de nuevo sus axilas y tener la oportunidad de poseerla como un cerdo enfurecido.

‘Mariana’, Carlos Santa Cruz