Le pido a David —sendo mesero del Salón Madrid— el tercer ron Potosí. Me lo lleva a la mesa con la deferencia propia de aquellos que aprecian su oficio. Doy un breve trago y después me estiro a lo largo del gabinete en el que me encuentro en el extremo de la cantina. Son las tres de la tarde y a pesar de eso soy el único comensal. Los pregones de los hombres y mujeres que ofrecen recibos, facturas o notas en la explanada de la plaza Santo Domingo se cuelan al interior del inmueble. En realidad son enganchadores que trabajan para impresores que producen documentos oficiales apócrifos. Es cosa bien sabida que este lugar es el imperio de la falsificación, en el que uno puede conseguir por igual un título universitario que una nueva identidad en cuestión de minutos. Repican las campanas de la iglesia y el espacio sonoro adquiere un matiz campirano. Y yo lo disfruto todo mientras bebo con tranquilidad mi ron. De vez en cuando entra alguno de los jóvenes de la plaza a orinar. Se encarrilan al baño, caminando rápidamente y siempre con la cabeza erguida, como estando permanentemente en alerta. Suelen dirigirme una mirada de camaradería que yo procuro corresponder. Sus rostros están hechos de una sola pieza, rígidos, con una expresión de desconfianza que sólo el barrio ha podido forjar a lo largo de años de marginación o miseria. Algunos llevan la piel enrojecida por la ebriedad o por los rayos del sol. Uno de ellos me ha preguntado ¿Qué onda, mano, ya curándola? Yo asiento con la cabeza y alzo mi vaso a manera de saludo.
Salgo de la cantina para fumar un cigarro Delicado. Doy una primera bocanada y observo el panorama de la plaza: es hermosa, justo como uno se la imagina desde la parsimonia de la cantina: se divisan caminantes solitarios que parecen emprender viajes a lugares insospechados, como devolviéndole a la ciudad su carácter de tierra de aventura; algunos trabajadores transportan mercancías en las canastas traseras de sus bicicletas, alejándose poco a poco hasta confundirse con los automóviles; también hay algunos niños jugando despreocupados en la fuente; por su parte, los enganchadores siguen en lo suyo, ocupando sus puestos en la explanada como fichas en un tablero de ajedrez. Todo esto dota a la escena de una singularidad de ciudad vieja. A unos metros de mí, tres jóvenes departen una caguama que esconden en el recodo de uno de los arcos de la plaza. La beben con la avidez de quien ha trabajado por horas o de quien ha bebido durante varios días. El envase, reflejando un atisbo del sol veraniego, devuelve una coloración ámbar que hace aún más peculiar la imagen. Se les ve excitados, discutiendo y arrebatándose la palabra. Hasta mis oídos llegan jirones de palabras. No mames, no seas pendejo, le hubieras puesto en su puta madre. Escucho con atención su plática y pienso que toda esa energía ha de encontrar un cauce, tarde o temprano.
Regreso a la cantina y ordeno el cuarto ron de la tarde. Pienso en mis pendientes académicos: escribir una tesis bajo los cánones de una academía cerrada y excluyente. Cavilo un poco y concluyo que podría acelerar el trámite falsificando un título. ¿Después de todo qué son, en sí mismos los diplomas sino síntomas del éxito y la trascendencia, papeles que no representan absolutamente nada? Enhorabuena por el plagio y la falsificación, las dos formas de robo que más pondero y que muestran la verdadera dimensión de las cosas.
La armonía de la cantina se corrompe con un grito que me saca de mi introspección. ¡Se están peleando! Una opresión en el pecho me impulsa a levantarme estimulado por un ímpetu involuntario. Llego a los batientes abiertos de par en par y recuerdo aquella vez que un grito parecido generó el mismo efecto en mi persona.
Era de madrugada cuando Rafita Patotas, amigo del barrio de Santa María Aztahuacán, llegó a mi casa gritando como desaforado: Miguel, Miguel, no mames, están matando a golpes a tu carnalito. Era el güey más pacheco de la cuadra pero jamás se habría atrevido a jugarnos una broma de esa magnitud. Esa noche se celebraba el baile del carnaval y era inevitable la existencia de una bronca, pero nunca me imaginé que alguno de mis hermanos pudiera estar involucrado. Y mucho menos Juanchis, el menor de ellos. En menos de un minuto me encontraba en la calle, corriendo hacía el baile que se celebraba a unas cuadras de distancia. Alguien se me había adelantado: mi hermano mayor, Valentín, quien había salido más rápido que yo, y que iba decidido a todo, con una concentración que jamás le había visto. Yo en cambio, sentía un poco de miedo y desconfianza, y a pesar de eso corría con todas mis fuerzas sin saber qué pasaría después. Cuando llegamos, los agresores ya habían huido: habían golpeado a Juanchis entre diez, dejándolo allí, ensangrentado, casi moribundo. Recuerdo el coraje que sentí ante la escena y los ojos de mi hermano Valentin, los cuales nunca olvidaré, incendiados, como si algo lo quemara por dentro y lo llenara de odio y ansias de venganza. Desde entonces, ante la presencia de cualquier tipo de bronca me tornaba alterado, nervioso o colérico.
Abro los batientes y efectivamente, los tres borrachines de hace rato golpean a un recién llegado. Lo hacen desaforados mientras el otro, indefenso, clama un ya estuvo, ya estuvo. Un derechazo conecta en la nariz del infortunado hombre y un rodillazo en la cabeza lo lleva directo al piso. Lo observo todo y algo se me revuelve en el estómago. No hay razón aparente que justifique la situación. El ron me ha sensibilizado y el acto me conmueve en demasía. Cierro mi puño con todas mis fuerzas y estoy a punto de abalanzarme contra los agresores cuando una señora se dirige directamente a ellos y los calma a base de gritos y golpes. Por lo visto es la madre de los tres, pues los apacigua inmediatamente. El madreado se queda un momento en el piso, inmóvil, hasta incorporarse poco a poco con la dificultad propia del indigente o del borracho consuetudinario. Después se va caminando lentamente hacia alguna de las calles del hermoso Centro Histórico.
Regreso a mi lugar y ordeno el último ron de la jornada. Lástima, me hubiera gustado sentir la sensación de los golpes; dicen en el barrio que es placentera, y no lo dudo, pues a tiro por viaje se andan dando en la torre. Despacho mi trago y salgo de la cantina. En mi camino hacia el metro me detengo enfrente de la fachada de la Antigua Escuela de Medicina y recuerdo que allí se suicidó Manuel Acuña a los 24 años. Un escalofrío recorre mi cuerpo al imaginarme su andar afligido reparando en las líneas de las aceras y la opresión permanente en su pecho ante la certeza del amor imposible, viendo en todos los detalles de las calles motivos del cabello, de los ojos, del cuerpo de Rosario de la Peña; con la emoción carcomiéndolo por dentro, decidido a invocar a la muerte por mano propia. Suspiro y sigo mi camino desplegando el paraguas ante la inminente lluvia. Notas, recibos, facturas, ¿o qué se le ofrece, joven? Hoy no, gracias, ya mañana regresaré a beberme otros cinco rones y, tal vez, a titularme como politólogo.
Fotografía tomada de internet
