¡Dónde están mis camaradas!

para Mariel Robles Valadez

La noche contempla la lucha sin nombre
Silvestre Revueltas

He llegado al centro histórico con la intención de encontrarme con los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. El gobierno les ha declarado un ultimátum para desalojar el Zócalo capitalino, donde desde hace un par de meses han mantenido un plantón a manera de protesta. Voy para estar con ellos, como un camarada solitario.

Hace apenas una semana que los visité. Aquella noche decidí recorrer la calle Cinco de Mayo desde el Eje Central. Caía una ligera brizna, de esas permanentes y molestas que preludian varios días de lluvia; molesta, pero hermosa al combinarse con el destello parpadeante de los faroles y las luces blancas empotradas en las aceras. Cinco de Mayo y yo nos habíamos descubierto mutuamente de unos meses para acá: más exactamente desde que me prohibieran beber alcohol. Me había hecho asiduo visitante del Café Popular, La Pagoda y La Blanca: esas viejas cafeterías de largos corredores de gabinetes acolchonados, vitrinas de pan dulce, meseras ataviadas de uniformes claros y de menús de comida corrida y café con leche. También tenía por costumbre acudir a las papelerías de viejo que sobreviven como antiguos museos, y donde uno viaja a la niñez al encontrar, desde libretas Ideal y Scribe clásicas, hasta estilógrafos Paper Mate de colores y sacapuntas mecánicos. Esa noche detuve mis pasos en las faldas del Café Popular, justo en los límites del plantón. Mi objetivo era hacerle entrega a los maestros de algunas cajas de antigripales que había adquirido la vispera, pues me había enterado de que las enfermedades respiratorias se habían disparado a causa del clima. También llevaba una botella de mezcal: la había echado a mi mochila involuntariamente, como cuando uno toma una decisión de antemano sin meditarla lo suficiente, pero sin embargo la sabe correcta. Ese era el trago del que tuve que prescindir en la última de mis borracheras pues de otra forma me hubiera provocado una úlcera estomacal. Había decidido ofrendar ese mezcal a la causa magisterial, no sólo para que los maestros pudieran guarecerse del frío, sino para que, tal vez, aclararan y sopesaran el motivo de su lucha, y no se desanimaran. Mis ojos se depositaron en un maestro que yacía al otro lado de la calle: estaba despeinado y se le notaba cansado, pero concentrado. Me acerqué con lentitud y al girar la vista hacia las casas de campaña alcancé a distinguir, en el interior de una de ellas, el cuerpo de una mujer vieja, casi anciana, que tenía el aspecto endeble de quien padece una enfermedad crónica. La presencia de una mujer enferma acampando en una calle húmeda y fría, mostrando su vida privada a todo el que pasara por allí, desde el altruista y tolerante, hasta el flamígero e indiferente, me conmovió por completo. El fenotipo del hombre me dio confianza: era un oaxaqueño de pura cepa: moreno de pies a cabeza, con el rostro enjuto y severo, con mucha seguridad tallado por las montañas mixtecas, que a decir de Andrés Henestrosa, gestan los espíritus sobrios, firmes, imperturbables y retraídos pero tenaces e indomeñables. Y ni dudarlo, estos hombres y mujeres son duros, luchan y se organizan incansablemente. Me atreví, muy a pesar de mi timidez y sobriedad, a entregarle lo que había llevado. Muchas gracias, camarada, fue su respuesta, que con una voz armoniosa, acentuada en los momentos indicados, como quien recita, había sacado por fin de mis ojos las lágrimas tanto tiempo contenidas. Efectivamente, era un mixteco de pura cepa, un hombre de pocas palabras pero de mucho sentimiento.

Pero decía que hoy venido a buscar a los maestros. Mientras camino hay en mí un dejo de entusiasmo y expectativa, pero también de incertidumbre; es una emoción que se va acumulando a cada paso y que me pone alerta. A pesar de esto, no dejo de reparar en cada esquina y en cada línea del pavimento. ¡Cuántas cosas he vivido a lo largo de estas calles que hoy se encuentran en literal estado de sitio! Hoy, sin embargo, la fuerza del Estado las ocupa, y es su objetivo mantenerlas libres de «indeseables» por las «buenas» o mediante el uso de gas lacrimógeno y balas de goma. Yo vengo a hacer acto de presencia como un camarada solitario, tal y como Silvestre Revueltas se dirigió solo al frente de la Ciudad Universitaria madrileña en 1937, en plena guerra civil, sin nadie que lo aconsejara se habría metido por error en el fuego cruzado, desde donde gritaría desaforado buscando al bando republicano: ¡Dónde están mis camaradas! ¡Dónde están mis camaradas! A eso también vengo yo, salvando las proporciones: a estar al lado de los maestros para sentir en carne propia un poco de su rabia e indignación. A impregnarme de su ímpetu para darme cuenta de que mi cuerpo respira y se emociona, se conmueve y se pone alerta. A constatar que no me he hundido por completo, de que sigo vivo; y de que estar vivo es lo único que importa. Al llegar a Cinco de Mayo la mayor parte de las casas de campaña han sido levantadas y sólo queda la basura que evidencia que antes hubo aquí hombres y mujeres. Y también un olor, fétido y picante, olor a ser humano. Camino entre los escombros y yo también, como Revueltas, me pregunto dónde están mis camaradas. Habré de caminar hasta encontrarlos.

Fotografía tomada de internet

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