Metro Tepalcates

El infierno son los otros
Jean-Paul Sartre

Estoy con Sara en los andenes del metro Tepalcates. Hemos esperado varios minutos y el tren no aparece. Me encuentro impaciente pues nuestro destino es la presentación de Los Bastardos de la Uva en la Pulquería de los Insurgentes —que se ubica en el corazón de la colonia Roma— y llevamos ya media hora de retraso. Aborrezco la impuntualidad: respeto el tiempo de los demás tanto como el mío propio, y si pienso que no puedo cumplir, simplemente no me comprometo. Qué mejor que ofrendar un poco de cortesía respecto del recurso más escaso que existe, con el fin de hacer más llevadera la existencia con ese “infierno” que son los otros. A pesar de que todo esto ella lo sabe muy bien, me ha hecho esperar, y no he podido evitar molestarme. Hasta hace unos meses toleraba estas circunstancias, pero el tiempo engulle la algarabía de los vínculos humanos, tornando los pequeños detalles en excelentes pretextos para generar conflictos. Eso es lo que parece avecinarse en este momento, a menos que en alguien quepa la prudencia. No hemos intercambiado palabra desde hace un buen rato y cada segundo alimenta un clima de tensión. Ella se atreve a romper el silencio, como buscando una vía para solucionar las cosas; pero a mí se me ha agotado la paciencia, que es decir la templanza, la sensatez. Propone abordar un micro en la avenida y yo accedo de mala manera. Salimos del metro y llegamosa las faldas de la calzada Ignacio Zaragoza, donde, a unos pasos de una base de microbuses, adviene la inevitable y absurda pelea: ¿Estás enojado? No, no estoy enojado, ya vámonos, por favor, ¿va? ¿Sabes qué? Si estás enojado mejor no voy. Intento sostenerla del brazo, pero ella se desprende con violencia. El movimiento me provoca apretarla con más fuerza de la debida y ella devuelve un alarido de dolor. Después se da la vuelta y huye como si en ello le fuera la vida.

Yo espero un momento en mi lugar, completamente consternado por lo que ha sucedido. Trato de encontrar las razones que nos dirigieron a este bochornoso episodio de violencia. No lo entiendo, si hasta hace algunos meses todo lo dominaba el placer, el disfrute y el goce. ¿Será cierto aquello de que las fauces de la cotidianeidad y la costumbre abren grietas en los pisos de arcilla de las relaciones? Me dispongo a ir tras ella con la intención de solucionar el problema, pero unas palabras intentan persuadirme de lo contrario: no la sigas hijo de tu puta madre. Las voces han provenido de un grupo de tres hombres que se aproximan hacia mí con una actitud nada amigable. Al parecer son los viene-viene de la base de micros. Tienen el garbo de barrio pero su físico parece tan endeble como de quien ha bebido y consumido drogas durante varios años. Hago caso omiso y sigo caminando. Que no la sigas, hijo de tu puta madre, dice uno. Así no se trata a los mujeres, pinche cobarde, apunta el otro. Mi sentido de alerta me ordena escabullirme y dirigirme a las escaleras del metro. Estos cabecillas buscan pelea, lo cual no me extraña, pues aquí, en las periferias de la ciudad, cualquier pretexto es bueno para sacar de las entrañas las energías reprimidas ante la miseria y la podredumbre. No soy cobarde, pero tampoco tonto; podría increpar a estos fokins, pero llevo las de perder. Subo hasta el primer descanso y busco con la mirada a Sara: no está, se ha ido. Uno de ellos me alcanza y sostiene con fuerza mi pierna izquierda. Lo observo: es casi un indigente, pero tiene en sus manos el ímpetu del barrio y la fuerza de las calles. Cierro el puño pero no lo dirijo a su rostro; tampoco le doy una patada con la otra pierna, aunque se encuentra en pleno eje de una directo al pecho que lo haría resbalar por las escaleras y caer. Es muy probable que él sepa que soy incapaz de golpearlo, que en el fondo no soy un violento agresor de mujeres, sino un borracho beato e inofensivo. Mientras pienso en todo esto recibo un golpe seco en la mandíbula. Los impactos en la cabeza, en el momento en que se reciben, no duelen en realidad, sino que se escuchan, como cuando se tienen los oídos tapados y se percibe el crisol sonoro de los adentros. Me pongo en guardia y me protejo de dos puñetazos que no llegan a mi cabeza pero sí a mis hombros. Entonces corro lo más rápido que puedo hacia la multitud que se me representa como una especie de refugio.

Lo siguiente sucede con la rapidez de un chasquido de dedos: he entrado al metro como cualquier otro usuario e ingresado a un tren que aguardaba solícito en los andenes. Después he tratado de calmarme sin buenos resultados pues tengo la sensación de que todos me observan, de que el mundo gira en torno mío; pero no es así, todo funciona con la misma armonía de siempre: los vendedores ambulantes pregonan sus mercancías, algunos transeúntes cabizbajos meditan en una silenciosa introspección, otros más platican y algunos niños ríen: todos se dirigen a sus destinos con completa indiferencia de lo que me ha sucedido hace unos instantes. El tren avanza y la vida sigue, y me percato de que estoy a salvo, de que he salido bien librado. En mi celular no hay llamadas perdidas ni mensajes. Ni de Sara ni de nadie. Lo apago, quiero estar solo y encontrar sosiego bebiendo hasta el hartazgo. El golpe recibido en la mandíbula aparece como la nostalgia de un viejo recuerdo. Está doliendo. Y yo busco en las bolsas de la mochila mi anforita: necesito el sabio consejo del mezcal.

‘El Pelón’, Mayra de la Cruz

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