Carta escrita por Silvestre Revueltas a su esposa Ángela Acevedo el 12 de noviembre de 1937. Tomada de Silvestre Revueltas por él mismo, Ediciones Era.
París, 12 de noviembre de 1937
Todas las mañanas, lleno de gozo y esperanza, voy a la embajada de México.
Hoy habrá noticias —me digo— y soporto resignadamente la media hora de atmósfera cargada y espesa del metro, las escaleras y los túneles. Sonrío y camino más de prisa.
Llego. El conserje mueve negativamente la cabeza. “No hay cartas para usted, sólo para sus compañeros.” Siento una viva hostilidad hacia ti. Todos los días lo mismo. Es incomprensible para una persona que ama y está sola. Pero las personas que aman y están solas son injustas y egoístas. No comprenden que el error fundamental, la causa mayor de su desdicha, es esperar, es exigir de los demás lo que ellos no pueden dar, atentos como están a su propia vida y a sus propios intereses. También ellos tienen su amor y su soledad. Cada quien diferente ilusión o diferente necesidad. Es preciso darse cuenta qué distancia y qué abismo hay entre dos seres, hasta los más unidos —y ser más indulgentes con su olvido o con su incomprensión. Pienso que la esperanza es una pasión de esclavos —es mejor decir: de gente esclavizada por la debilidad de sus sentimientos. Creo que el hombre pudiera ser verdaderamente fuerte, si arrancara toda esperanza de su corazón…
La esperanza es un velado deseo de recompensa.
Buscar recompensas es tan ingenuamente infantil, que hasta conmueve, o tan descaradamente cínico que hace reír.
Yo he sido un coleccionador de esperanzas. Y las esperanzas no se pueden vender como las estampillas. No se come ni se vive de ellas. Es un lujo de millonarios.
Yo he creído con una ternura pueril en la amistad y el amor. Eso puede pasar —es una tontería muy humana. Pero lo que es intolerable y falto de todo sentido de justicia, es exigir de aquellos que suponemos —sin ninguna razón solida— ligados a nosotros por su cariño, o más bien por su concepto de cariño que desconocemos totalmente, una devoción sin condiciones, exclusiva.
Yo siempre, en mis horas de tedio, me imaginé como entretenimiento que el amor podía muy bien ser el amalgamiento de dos vidas, como una especie de trasfusión de ideas, sentimientos, sangre. Pero esto no es de extrañarse, pues en el aburrimiento sólo se pueden concebir ridiculeces. En mis horas lúcidas —pocas— comprendo lo absurdo de mis divagaciones, y me veo precisado a colocar mis sentimientos y los de los demás en un lugar más justo: el de necesidades fisiológicas más o menos autorizadas y que, si bien yo tengo el derecho de satisfacer, nadie está obligado de ninguna manera a compartir.
Todo esto es bastante brumoso. Pero los sentimientos del alma humana son tan gran monumento de necedades, que realmente no hay luz que penetre.
A otra cosa.
Pensaba salir el día 17. No he podido conseguir todavía el dinero para el pasaje. Si en lo que queda del mes no lo consigo, no sé hasta cuándo me podré ir.
Tejeda ha telegrafiado qué sé yo cuántas veces pidiendo dinero para mí. Nada hasta ahora han contestado. Ayer telegrafió hasta al presidente. A ver si contesta.
Como te puedes imaginar, no tengo humor para nada mientras me encuentre en la incertidumbre.
Chávez Morado ya debe estar por llegar. Pobre chico. Parece que ha tenido algunas dificultades con su mujer. Es increíble que sean tan p… algunas gentes. O… le escribió diciéndole que se había acostado ya con otro pero que siempre lo quería. Todo esto es horriblemente deprimente. ¿Qué se puede pensar del amor, del cariño, de todas esas zarandajas cuando ve uno el lodo de que está llena la vida?
Ángela, no sé qué decir; todo me parece tan insensato. En algunos momentos sufro tanto que me temo ser injusto y malo. Yo no desconfío de ti. Si desconfiara, no podría vivir más. Pero mi corazón está infinitamente desolado. A veces no sé cómo me detengo para no beber, para conservar el dominio de mí mismo. Por eso me duele tanto que no escribas. ¿Qué quieres que piense yo de ti, si recibo carta tuya allá cuando menos una vez al mes? ¿Es que es tan difícil escribir, aunque sea unas cuantas mentiras por semana? ¿Estás enferma? ¿No me quieres? ¿Qué te pasa?
Que esto que te voy a decir no te comprometa a nada: no hay un solo paso en mi vida que no vaya dirigido hacia ti; un solo acto, un solo pensamiento que no sea para quererte. Considero mi vida ligada a la tuya tan fuertemente, que sólo mi muerte podría arrancarme de tu sangre. Yo no tengo miedo ni remordimientos; puedo tirar mi vida por la ventana. No me importa un bledo. Pero por tu amor —óyelo bien, tu amor verdadero—, aún soy capaz de todo. Recuérdalo.
¿Cómo está Genito? ¿Mi mamá, las chicas?
‘El gran Silvestre’. Carboncillo y papel, Enrique Ramírez
