1. Paisaje. Contaba con ocho o nueve años la primera vez que visité Oaxaca de Juárez. Era yo un niño bonachón y regordete que pasaba los días comiendo, durmiendo o bebiendo; aunque no necesariamente en ese orden. Era época de lluvias, o así lo infiero, pues aún hoy, cada vez que observo una ventana un día lluvioso, evoco el golpeteo de las gotas estrellándose contra la ventanilla de aquel viejo autobús que nos transportaba, a través de la sierra, hacia la capital oaxaqueña. Recuerdo cómo algunas gotas se fusionaban con otras hasta formar pequeños hilitos de agua que semejaban ser caminos que descendían poco a poco en direcciones imprevisibles. Detrás de esa ventana se sucedían paisajes sublimes: cerros de cactáceas, pequeñas plantaciones de maíz o de trigo, campesinos en su faena incorruptible a pesar de la precipitación, y hasta nubes surcando un cielo de cuentos efímeros. Y yo completamente concentrado, indiferente del tiempo: ensimismado de vida. Sólo algo me quitaba el sueño, la imagen de los barrancos, que eran oscuros aun de día.
Mi padre.
2. Autobús. Aquel primer viaje lo realizamos mi padre y yo. En el autobús no intercambiamos palabras más allá de lo necesario. Él, con su piel amaderada y su mirada contemplativa, suspiraba de vez en cuando. Lo anterior resultaba extraño al reparar en su semblante reacio, de una sola pieza. Y más aún para mí, que era incapaz de concebir desorden en su persona. De vez en cuando esgrimía un gesto, un movimiento de manos, como diciéndome, despreocúpate, estoy bien, todo está bien. Aún hoy me pregunto en qué estaría pensando; qué clase de sentimientos le oprimirían el corazón. Aquella vez sentí la necesidad de decirle algo, tal vez que yo estaba allí con él para ayudarlo; pero al observarlo en tan imponente introspección decidí mejor concentrarme en el paisaje. Me sentí satisfecho de no haber roto ese silencio. Por el contrario, he intentado a lo largo de los años desentrañar los secretos de los gestos de sus manos, de cada uno de los suspiros emanados de su persona.
3. Mercado 20 de noviembre. Al entrar por primera vez al mercado 20 de noviembre me encontré un crisol de olores, colores, sonidos y personas de todo tipo. Un movimiento que había observado en menor escala en el tianguis de mi colonia, pero llevado a derroteros insospechados: los pasillos de panes de diferentes consistencias, los locales de dulces, las vitrinas con carnes frías y lácteos y los expendios de mezcales embelesaron mis sentidos. Mi padre y yo nos dirigimos a la zona de carne para ordenar una canasta de longaniza, tasajo y tripa de leche con su respectiva guarnición de chile de agua y cebollas asadas. Él bebió varias cervezas. Yo engullí comida como si no hubiera mañana. Al salir del mercado observé una bella artesanía de piedra y no estuve contento hasta que la tuve en mis manos. Mi padre, más que indispuesto, cedió ante mis ruegos, y de mala gana —el dinero era lo que menos le sobraba— puso en la mano del artesano los 500 pesos del costo de la pieza.
Mariel.
4. Mezcal. Hasta antes de conocer a Mariel, Oaxaca consistía para mí en repetir el ritual de mi niñez: comer algunos tacos de cecina, otros de tripa de leche y un par de cervezas en el mercado 20 de noviembre. Más un detalle extra: con la intención de digerir lo consumido, paseaba por los expendios de mezcal de los alrededores para disfrutar de las pruebas gratuitas. Ya un poco entonado, bromeaba con las empleadas de las mezcalerías —porque casi siempre eran mujeres, o por lo menos siempre que yo iba. Me impulsaba aquello de que una mala broma puede hacer reír si se cuenta con gracia. Les decía, por ejemplo, que tenía que llevar algunos litros de mezcal a casa porque mi mujer bebía demasiado, y que esa forma era la única manera de tenerla contenta. Algunas de ellas sonreían y otras se mostraban desconfiadas. El mezcal desplazaba el pésimo sentido del humor de mi sobriedad, y en su lugar advenía el cinismo y la desfachatez, el sentido común.
5. Calle Valerio Trujano. Mariel abrió mi corazón hacia facetas desconocidas de esa hermosa ciudad. En nuestro primer viaje el placer tomó otro derrotero, en todos los sentidos: la comida, la bebida, la cultura. Llegamos en un autobús colectivo a las afueras de la ciudad y nos introdujimos al centro por Valerio Trujano. Notamos cómo las calles alejadas adquirían otro encanto: el abandono y la longevidad las había salpicado de una belleza singular: las grietas de las aceras, la pintura desgastada de las casas parecía cobrar vida en un lienzo secreto. Y cada paso era una pincelada de la cual nosotros éramos participes. Nos detuvimos en la cantina La Superior y bebimos varias cervezas con su respectiva botana. Durante la sobremesa, estiré los pies y me desparramé cuan largo era mientras ella acariciaba mi barriga como procurándole una buena digestión. Antes de ella, la vida se me iba en fingir ser otro. Pero en ese momento era yo: un flatómano sin tapujos. Y alguien estaba de acuerdo con ello. Y no sólo eso, sino que también era feliz.
6. El Cónsul. Notamos un alboroto de gritos y risas que provenían de un rincón de la cantina. Al parecer así había sido desde que llegamos pero no habíamos prestado la atención suficiente. Y es que con el alcohol transitando por nuestro torrente sanguíneo se afinó nuestra percepción. Entonces nos percatamos de la presencia de un gringo acodado en la barra. Lo acompañaban algunos mexicanos que lo estaban albureando y reían atrabancados. De tan enteros parecían casi sobrios. Él, en cambio, completamente ebrio, reviraba apenas algunas palabras sin sentido. Se esforzaba por hablar en español, por mantenerse en pie, y parecía cuestionarnos a todos con ese esfuerzo sobrehumano. Y al mismo tiempo comprendernos, como diciendo estamos a la par, nos dedicamos a lo mismo, el mismo cielo nos observará mañana, cuando estemos de nuevo al filo de la navaja. Me compadecí sinceramente de ese hombre. Y es que ya había visto escenas parecidas antes, con la misma conmoción. Era la imagen viva de un demonio que estaba por quebrar la voluntad de un hombre. El más horrible rostro del alcohol.
7. Bicicletas. Cómo fingimos sobriedad, no lo sé, el caso fue que nos prestaron unas bicis en el Museo de Arte contemporáneo. Le pedí a Mariel que me guiara excusando mi pésimo sentido de la orientación. Yo, detrás de ella, depositaba mis ojos en sus hombros blancos, en su cabello castaño, que me encantaba verle recogido. Ella volteaba a verme de vez en cuando con un dejo de preocupación, pero yo la tranquilizaba tratando de mantener la recta. Al paso de las calles el mezcal, que yacía solicito en el fondo de mi anforita, y que yo sacaba en alguna que otra esquina para dar un sorbo, hizo de las suyas: comencé a trastabillar con la bicicleta y por momentos los pedales rosaron la acera, pero no caí. Alcanzaba a ver y escuchar el vaivén de las personas, los pregones de los marchantes, las canciones tristes interpretadas por músicos solitarios. Un viaje alucinante.
8. La niña. Un grupo de personas bailaba cerca de la catedral. Otras bebían y escuchaban música. Yo hice lo propio con los resabios de la anforita. Dentro del grupo de danzantes sobresalía una pequeña niña: cargaba una canasta en su cabeza y se movía arrebatada. Era feliz, en su imperturbable y total ejercicio dancístico. Y al mismo tiempo impenetrable, como resguardada por una esfera. Nunca he visto a nadie ser feliz de esa manera.
9. Enoc. Fuimos a La Lonja y llené mi anforita de mezcal. Bromeé con los dueños del establecimiento y me pidieron ser cuidadoso. Guarda tu cámara, me dijeron, porque a estas horas es mejor no invocar a la rata. Pero yo no la guardé. En la Casa del Mezcal, nos hicimos amigos de Enoc, un campesino de Tuxtepec. Nos dijo que éramos una pareja hermosa. Yo estaba tan perfectamente borracho que interpreté su dicho como un halago sincero. Después platicamos infinidad de cosas sobre la tierra, sobre la música y el amor. Le abrí mi corazón, y estoy seguro que él también lo hizo conmigo. En algún momento me pidió prestada la cámara para capturar “imágenes”. Yo acepté entusiasmado cuando me dijo que jamás había utilizado una. Le enseñé las cosas básicas y después me olvidé del tema, de Enoc, y de todo en la vida, excepto de Mariel. Sólo existíamos ella y yo. Un tipo, que hasta entonces sólo reconocía como un bebedor solitario acodado en el otro extremo de la barra, tocó mi hombro y me dijo que Enoc había partido con mi cámara en sus manos. Salí lo más rápido que pude y corrí sin tener idea de a dónde se había dirigido. Por algún capricho del azar tomé la dirección correcta, pues lo intercepté algunas calles adelante. Él me miró estupefacto y no supo qué decirme. Estaba tan borracho como yo, y en su mirada no había una pizca de criminalidad, pero sí mucho miedo. Cerré el puño y lo golpeé lo más fuerte que pude. Lo miré tirado en el pavimento. Creo que ambos aprendimos mucho aquella noche.
10. Hostal Zipolite. Nos desnudamos a pesar del frío. Todo el cuerpo de Mariel era un monumento, una verdadera creación arquitectónica. Nunca había estado con una mujer tan hermosa. Nada sobraba ni faltaba: había armonía en sus senos, en la plenitud de su vientre. Ni siquiera los lunares que surgían de los lugares más insospechados la corrompían. E incluso cualquier defecto, como diría Eduardo Lizalde, la hubiera hecho más hermosa, como una estatua. Su belleza se intensificaba ante el contraste de mi barriga y mi piel morena, con imperfecciones evidentes. Una cierva blanca y un perro callejero amándose a sabiendas de que los más sinceros amores acaban prontamente. Aquella noche no dejamos un sólo cabo suelto. Y eso estuvo muy bien.
Imagen: Obra de Gustavo Arias Murueta, tomada de su sitio de internet
