Mitos

I.

Cuando no hay mitos
queda la certeza del cuerpo.

La fortaleza,
la negritud de una mujer haitiana
que sonríe un minuto sí

y un minuto no

y que enamora con sus dientes blancos.

Mujer de ojos ámbar
como perlas de mezcal,
que danza y deposita la vida

en su vientre desnudo,

donde apoyo mi frente
y me despido a medias de todo,
excepto de mí mismo.

II.

Los mitos son columnas de cristal
que caen con un soplido,

y que incendian la existencia

con un fuego azul que sana.

Los mitos mueren
y descubren lo monstruoso

(niños tuertos aguzando la mirada

desde el mástil del corazón /

mientras niñas sin dedos se masturban

con la palma de la mano

y borrachos aman la vida como arboles solitarios,
suspirando a cada instante desde la cima de una montaña seca)

Se derrumban los mitos
y duele el motivo
como el primer desaire
o el recuerdo difuso de ser niño

(ese sentimiento en el pecho que no caduca)

Ya muertos los mitos
se abren grietas
en los pisos de arcilla del pensamiento:

pero nadie llora más
pues hay armonía entre la vida
y la muerte

y eso es lo monstruoso
lo más allá del mito.

III.

Pero tal vez esto, diría Gonzalo Rojas, no sea más que metafísica de pacotilla.

Imagen: ‘Perro de luna’. Litografía, Rufino Tamayo, 1973

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