Juego bola ocho
con dos amigos de Meyehualco.
El Ratón y yo bebemos cerveza
mientras Tadeo prefiere inhalar tiner
—y de vez en cuando fumar un poco de mota.
Hablamos sobre sus experiencias
familiares y amorosas.
Son las 11 de la mañana
y nuestra única compañía
son dos viejos meditabundos
que juegan carambola
en un extremo, cerca de la barra
—por lo que alcanzo a ver también beben.
El lugar resulta tan longevo,
con el paño de las mesas carcomido
y las paredes ennegrecidas,
que esos dos viejos parecieran
ser los protagonistas de un antiguo lienzo
o el negativo rayado de una fotografía.
Pienso que debió haber tiempos de plenitud
en este billar y en esos hombres.
Algo sin embargo les otorga vitalidad:
es la amistad, que esquiva
la indecible tiranía del tiempo.
El Ratón erra la bola
que suena fuerte en el eco del recinto.
Observo la mesa y medito la jugada.
Después pongo tiza en el taco
y reparo en el poster
de una columna:
son varios perros que juegan pool
guarecidos por una nube de tabaco.
El Ratón se da cuenta y me dice:
—tú eres el gordo, Miguel, el que tiene
un cigarro en la boca.
Tadeo agrega: ¡shí-se parece-verdad-carnal!
y ríe estentóreamente.
—Órale güey, ya tírale, aférrate como bulldog.
Me río de mí mismo
para celebrar la elocuencia
de mi viejo amigo.
Antes de tirar prefiero beber un largo trago.
—¿Tienes novia? —Me preguntan.
—No.
—¿Estás enamorado de alguien?
—Creo que sí.
—¿Le has dicho que la amas?
—Indirectamente.
—¿Le has propuesto todo,
has enloquecido por ella?
—Indirectamente.
—Pinche tan pendejo.
—…
—Órale, cabrón, che-bulldog ya rífate.
Tiro sin pensar:
la bola negra
entra franca en una buchaca.
—el azar que conspira
a favor de los incautos.
He ganado el juego,
pero siento un piquete en el pecho,
una sensación de no
haber hecho lo suficiente por aquella mujer.
Pero ya es demasiado
tarde.
Imagen tomada de internet
