Crónica: El carnaval de Santa María Aztahuacán

Hora de Carnaval en estas calles todas grises de Iztapalapa.

El contexto funge como desembocadura de la pasión acumulada a lo largo del año. Esa que apenas fue dejada salir en ligeros atisbos durante la celebración de las fiestas menores —inclusive el día de la Virgen se celebra con menor intensidad— y en uno que otro bautizo, boda, quince-años y en esos fines de semana inevitables. Así pues, la fiesta de la carne se lleva el carro completo en lo referente a la apropiación de las energías de los habitantes: es el desmadre total, el echarse-uno-mismo-por-la-ventana. El día en que los juramentos anti-etílicos —aquellos contratos en los que uno se compromete a no beber y que se sellan con la firma de la fe— se rompen; ya por una voluntad rebasada por el acontecimiento, ya por que la fecha estipulada para el término de la prohibición fue planeada para coincidir la víspera. Estos días son coyuntura. La fiesta pagana por excelencia.

‘Arco de Aztahuacán’, Miguel Juárez Figueroa, 2011

Nunca llueve. El cielo no se nubla. El otrora reino de Cuitláhuac se convierte en el de las nubes en huelga con los dioses. Eso por lo menos en el lugar donde me encuentro: Santa María Aztahuacán. Aquí imperan los rayos de sol inclementes: el lago de garzas —que eso significa el nombre del pueblo— se evapora metafóricamente; transformándose de forma paulatina en cimiente de asfalto gris que se extiende por la llanura hasta los cerros, dibujando pacientemente caminos laberínticos de concreto e indicando a pinceladas lo homogéneo de su color triste.

La celebración tiene un protocolo en el que pocos reparan. Según eso uno tiene que asistir a la iglesia: llevar flores, incienso, ofrendas y de preferencia culpas. Son las seis de la mañana: me asomó a la plaza central del pueblo, allí donde yace el hermoso reloj, un kiosco polifacético (a veces es baño, a veces pista de baile, a veces templete que alberga músicos, a veces significante de cinco letras que denota coitos tácitos), una capilla que data del siglo XVIII y un hermoso templo de tezontle. La mayor parte de la gente que madruga es mayor de cuarenta años; hablan entre sí como secreteándose, procurando no aturdir la tranquilidad de la mañana inminente. No hay más de cincuenta personas. Un café de olla justo en este momento intensifica los lazos olvidados por el relevo generacional. De esta situación (la indiferencia del pueblo hacia el protocolo) se queja uno que otro grupo de la colonia que busca recuperar las tradiciones identitarias primeras: «a los chavos ya no les interesa conocer su pasado aunque sean ellos mismos esculturas de un proceso de larga duración», dicen. Le echan la culpa al neoliberalismo, como buenos opinadores políticos, y no con poca razón, pues efectivamente las prácticas han cambiado. Si nos adentramos en el asunto encontraremos la faceta local de la estructura nacional podrida: basta hacer alusión a las comparsas fantasmas de niños moneando, tan sui-generis como la configuración poética de Jebús -espero no agredir a un compa al que le dicen así- del movimiento infinito de la cascada.

El día avanza. Los arreglos de acción colectiva agarran forma y se convierten en pequeños conjuntos de personas que se autodenominan comparsas en lo general. Chichinas de Rancho, Charros Nuevos, Disfraces de la Calle 2 de abril, entre muchos otros en lo particular. Para constituirse generan comunicación y reglas que son alimentadas con recursos comunes recaudados a lo largo del año; periodo en el que también definen protocolos referentes a la comida, la ruta del baile, el contacto con organizaciones hermanas y la forma de cabildear uno que otro conflicto con la delegación Iztapalapa.

Este año es por demás interesante, mi hermano se estrena en estos menesteres. Mi Juanchis: mi querido Juanchis que ha tomado como cierta una proposición tomada a la ligera. “Sí carnal, sí bailo”, dije hace unos cuantos meses. Él no se anda con chingaderas pues ya me ha conseguido un atuendo de cocodrilo para acompañar a la nueva y chingona (¡a huevo carajo! y al que no le guste ¡que se vaya a la búrger!) organización Disfraces Los Compas de Aztahuacán.

La energía necesaria se obtiene en la comida. El menú es abundantemente carnívoro. Carnitas estilo Michoacán (o Aztahuacán, si uno piensa en el orgullo local), arroz y rajas con nopales se sirven en platos de unicel. La garganta se lubrica con una cerveza clara empañada por el sol o un pulque tomado en pencas de maguey. En la tarde se presentan los bisteces de res en chile pasilla (del que sí pica). El reloj marca las cinco de la tarde, la gente pierde la timidez, se desinhibe y saca los pomos. Torres, Reyes 10 (¿o es al revés?), Buchanans, Tequilas mamones (Don Julios, Herraduras), Tequilas discretos (de esos que dicen destilado de Agave en la etiqueta) y alipuses de caña que se piensan mezcales. Los envases de tres litros de Coca-Cola o de Squirt tienen que ser penosamente cargados por los que tienen mejor mano para preparar los brebajes, ni modo eso les pasa por borrachos.

‘La botella de tequila’, Miguel Juárez Figueroa, 2011
‘Comida de carnaval’, Miguel Juárez Figueroa, 2011

Un rato después el ambiente está puesto: las comparsas salen a la calle. Chichinas o Charros son los protagonistas.

Recuerdo que de niño me daba mucha risa escuchar el nombre de las primeras. De hecho no estaba tan fuera de lugar: las Chichinas son disfraces que representan la alegría del pueblo, la mofa y ridiculización de las buenas costumbres. Con ellos se bebe de todo. Cerveza y Pulque representan el combustible más común que congrega a los danzantes. Todos (incluido un sujeto con disfraz de cocodrilo) homogenizan el territorio trazado por las bandas de música. Las fronteras de aquel se divisan allí donde el aire se hace tibio y el olor es como de cantina por las mañanas.

‘Obama’, Miguel Juárez Figueroa, 2011

“Los Charros son más elegantes”, me dice un compa mientras se ajusta el cinturón piteado que le apretuja su prominente panza. “Son más exigentes en su forma de beber, de bailar y de comportarse”, insiste mientras se apresura un whisky en las rocas servido en vaso de plástico desechable. Los Charros escuchan deliberadamente la misma música que las chichinas (si no como podría uno compararlos ¿verdad? Nada güeyes). Son los esnobs. Miradores mala onda por encima del hombro, barredores pues de la inferioridad estética de las chichinas. Muchos de ellos le otorgan al carnaval la categoría de hilo conductor de su vida durante todo el año: bastantes se clavan en estos menesteres: los unos han gastado miles de pesos en rentarse un atuendo modesto; los otros se han aventurado a invertir sus ahorros, unos cuantas decenas de miles, para comprarse un traje ya hecho; los pocos (por que cabe aclarar que aquí hay de familias-a-familias-mi rey: los Corona, los Medina, los Ávila, los Chirino, los Chavarría) han gastado un par de centenas de miles en hacerse para sí de un traje de charro zurcido con hilos de plata o de oro, con sus iniciales referidas en alguna parte del traje, del sombrero, del cinturón o las botas.

Decía que ambos, Chichinas y Charros suelen escuchar música similar. De un tiempo para acá el baile lo monopolizan los pasos dobles con música de banda. Son maravillosos esos arreglos, suena España Cañí, Besos y Cerezas, y de vez en cuando la obra maestra de Agustín Lara, Cuerdas de mi Guitarra. Con el paso de los minutos los más jóvenes comienzan a exigir los narcocorridos de moda y las expresiones violentas se presentan ansiosas a escena. Hasta este pueblo llega la influencia cultural del fenómeno del crimen organizado.

‘Banda Sinaloense’. Álbum: Concierto Barroco
Autor: Miguel Juárez Figueroa, 2011

Durante todo el día los recorridos son escoltados por la autoridad delegacional. La Policía Preventiva y sus miembros también hacen su agosto, aquí nadie les mienta la madre pues se integran al juego colectivo. Una que otra organización cabildea con ellos y con los judiciales la posibilidad de echar bala. “Ándele mi jefe”. Si la negociación se concreta uno lo sabe al observar las parvadas de garzas imaginarias —porque Aztahuacán significa lago donde estas habitan— huir asustadas por los disparos del empoderamiento de los hombres.

« ¿Quién dijo miedo muchachos? ¿Si para morir nacimos? »

Las pistolas salen de su escondite. Algunas canciones configuran el campo del ritual de echar bala. Traigo mi cuarenta y cinco, Gabino Barrera, Mi Ranchito, Borracho entre otras. Los balazos se escuchan de par en par. Las familias se esconden y tapan sus oídos como quien lo hace al divisar un cohete cercano. Los protagonistas atraen las miradas. Las mujeres solteras sonríen y procuran divisar la pistola más grande y ruidosa. Dicen que el momento de disparar se compara con el de penetrar a una mujer y que es, por lo tanto, igual de adictivo y placentero. No se puede fallar: prohibido cometer errores por más pedo que uno se encuentre. Hay que ser sutil: sacar la pistola con calma, disparar con seguridad y después guardar el metal como si uno quisiera acariciar el aire: se encuentra en juego la reputación y la valentía.

‘Balazos’, Miguel Juárez Figueroa, 2011

El factor político está allí, escondido. Nadie lo ve en su justa dimensión pues se diluye en el motivo. Es un proceso que se construye, energía que no es de aquí ni de ahora, engranaje de la parte operativa de la fiesta. Los organizadores adquieren preponderancia y se les puede, de pronto, divisar entre la multitud con facilidad. Los sujetos que nos dedicamos a beber evadiendo el complemento del baile pasamos a segundo plano. Destellos de ese trasfondo se observan en las huellas que deja el movimiento de las personas, ese que modifica paulatinamente lo ordenado. En su estructura particular se encuentra la obtención del respeto en el territorio generador de identidad subjetiva: el mejor disfraz, el mejor carro alegórico, la mejor banda musical, las akás cuarenta y siete, revólveres, pistola-escuadras más ruidosas son los medios de obtención de ese poder. La forma política dionisiaca que dura tan sólo unos cuantos días antes de que la idiotez de la realidad se imponga. Uno de los momentos políticos cumbres, pero también de los más inefables.

Suena el solo de trombón de Corazón de Texas y me pongo medianamente triste, es como una cita musical del momento cumbre de la Sinfonía 3 de Mahler, pero el que se pone chipie pierde así que mejor me compro otra caguama y me disuelvo en ese tropel de recuerdos que son en realidad olvido.

«Soy el muchacho alegre / que se amanece tomando / con su botella de vino.»

Es domingo y el Popocatépetl se traga el sol. Adviene la noche. Estoy credo (si no leen mal entre crudo y pedo) y la ausencia de una chela en la mano es algo fuera de lugar en este momento (una situación comparable sería la de un emo dictando una conferencia en la convención anual de payasos). En fin, le hablaré a mi buen amigo Ricardo, espero que se encuentre en la Gallina de Los Huevos de Oro. Quisiera tomarme un tequila San Matías y en una de esas salvarle la vida a algún pagano irremediable. Han de pensar que la ansiedad por una copa hace estragos en mi lucidez, nada más erróneo: mi amigo me ha platicado que unas semanas atrás un don apresuró desesperado un trago y su garganta aguardentosa-fumadora no lo aguantó y comenzó a ahogarse. Afortunadamente allí estaban los incondicionales salvadores, los compas de siempre. La verdadera amistad se da en estos hoyos y en la pobreza, ya lo decía el buen Buki. Si eso fue hace unas semanas que no será hoy en el carnaval: hoy quiero ser héroe siempre y cuando mi proeza no pase de las dos puertas de esa hermosa pulquería.

Rumbo a la pulcata la gente es menos. Inversamente los envases vacios de alcohol son mayoría. La borrachera impuso su superioridad política. El chisme es rumor de categoría ordenadora. Se habla de los pormenores y detalles del gran evento: las reinas más hermosas, los disfraces más curiosos, los charros más elegantes, las peleas inevitables, la mala-uvés cotidiana, los comentarios caprichosos, los balazos, una bala perdida, tal vez de algún muerto.

Mañana será el día en que la realidad se impondrá intolerante. La cruda será común y uno que otro trasnochado se la seguirá; los barrenderos buscarán esperanzados los vestigios materiales de las propiedades perdidas mientras los más apasionados estarán pensando ya en la celebración del próximo año.

La cotidianeidad se hará evidente disfrazada de nostalgia.

‘Baile’, Miguel Juárez Figueroa, 2011

Fotografía: ‘Obama’, Miguel Juárez Figueroa, 2011