Serie de sueños del síndrome de abstinencia (I)
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Aquél día víspera de febrero por fin te divisé lontananza: venías caminando desde aquel prado verde —supe que era prado y que era verde por que iluminaste todo lo que hasta entonces era manto negro.
Yo que tanto me jacté de estar listo para enfrentar tu blancura: ¡qué equivocado estaba! Desde que leí el poema de Borges no dejé de buscarte en el amor de mis mujeres; en los tragos con mis amigos y en el gobierno de mi padre. No encontré respuesta. Tan sólo sonidos de trombones lejanos (los del primer movimiento de la tercera de Mahler)
Acudí a lo bucólico del mezcal. Me enfrenté a legiones insondables del ojo de obsidiana del gusano de maguey. Pretendí vencer sus vericuetos negros; pero fracasé. Rotundamente: sólo gané fotosensibilidad en aquel lugar del vals obscuro.
Cuando me deslumbró tu imagen, mi cobardía me hizo voltear hacia otro lado y taparme los ojos con desesperación —como si en mis adentros pudiera encontrar los últimos resabios volitivos de aquel lugar donde se disipa el miedo. Pero nada.
Comenzaste a caminar hacía mí.
Cada uno de tus pasitos calentó mi sangre, haciéndola menos densa hasta inflar mi corazón como un globo. Por dentro el parámetro de las arterias se hizo más difuso: los sonidos de las pulsaciones se dispararon, exacerbadas y rebeldes; significando los rasgos de mi rostro e hinchando las venas de mi frente, hasta casi reventarlas.
Cada pasito incrementó dichas reacciones. Cada pasito conminó a mi revolución encontrar su cauce.
Pero también cada pasito me mostró un camino hermoso. Largas extensiones de los paisajes de mis antepesados. El aire, el sol y la fiesta de los escenarios mixtecos. Imágenes difuminadas en las notas de aquella melodía que dirigía tus movimientos: mi madre consolando la gestación de mi sentimiento de culpa; Raúl improvisando un poema de rock; mi padre abrazando a su mejor amigo (consumido por la cirrosis) en la cama de un hospital; Vale construyendo una casa de aluminio y de confidencias; Juan bebiendo con los amigos del barrio; Anabel jugando futbol.
Seguiste caminando. Mi resignación era soberana hasta que te detuviste en un pastizal. Estabas a unos cuantos metros de mí y no avanzaste más. Agachaste tu cabeza para alimentarte con la paciencia de quien no conoce el tiempo. Mis latidos se hicieron insoportables. Tan imprudentes y ruidosos como retortijones estomacales. Me escuchaste y dejaste de comer. Tus orejas se tensaron antes que tu cuerpo. Y entonces volteaste hacía mí.
Intercambiamos la mirada más certera de mi vida. Fue como si me reflejara en tus inmensos ojos. Creo que por un momento encontré los secretos de la alteridad. Me di cuenta, cierva blanca, que mi amor no era ideal, pero sí difuso, sí ilusorio. Inclinaste tu cabeza como lo hacen los toros de lidia y te diste la vuelta, trotando perfectamente.
Cada uno de los saltitos de tu huida dibujó los escenarios laberínticos y grises de mi infancia: la vieja ciudad de hierro con sus huestes de ratas nocturnas; los indigentes de pieles cochambrosas y aroma acre; el asfalto manchado de aceite por los puestos de comida de los comerciantes paganos. Los recuerdos fueron otros: mi madre regateando a un microbús el pasaje de sus cuatro hijos; Vale lanzándose beodo desde el segundo piso; Juan golpeado por diez hombres; mis amigos del escuadrón en la antesala de la muerte: el Barón, la Villa, el Borrego y el Licenciado, todos muertos
Entonces pasó algo imprevisto por mi raciocinio, necio sentimiento: ese si anárquico de lo supuestamente anárquico. Mi corazón se salió de mi pecho envalentonado por las pulsaciones incontrolables: le valió gorro y te siguió: al caer al piso intentó moverse el pobre, pretensión vana que sólo lo restregó al concreto. Estiró la aorta para alcanzarte como si fuera un brazo, pero está sólo chispoteó como cable de luz de poste destruido: me salpicó todo de olvido.
Mi sentimiento se desahogó en balbuceos de sangre: me acerqué a mi corazón y lo cogí; le enjugué sus lagrimitas de glóbulos rojos.
Finalmente lo arropé a mi pecho en un largo abrazo de varios meses.
Varios meses de obscuridad.
ii.
La única certeza que tengo
es que desde entonces he observado
con el corazón diezmado
a los perros y a los gatos
a los indigentes y borrachos
en los grises pasillos
y en las obscuras sombras
amándolos a todos
‘Cierva Blanca’, Imagen tomada de internet
