Deja que en este misterioso instante
te serene la palma, el mar te cante,
y te convide al éxtasis el cielo.
El poema del Mariel. Luis G. Urbina.
I.
Me despierto de madrugada. Lo hago de un golpe, impulsado por una sensación de caída justo al filo de la cama. Al incorporarme me percato que tengo uno de los orificios de la nariz completamente congestionado; con razón soñaba que me asfixiaba. Poco a poco voy distinguiendo la realidad: parece no haber más que silencio aparente de cigarras alteradas. Estoy sudando. Me sorprende que haya luz a estas horas de la noche; luz natural que me permita observar los rasgos de este cuarto; y a ella que yace dormida a mi lado, y que respira con tranquilidad sin que nada parezca aturdirla. ¿En qué mundo he vivido?, me pregunto a mí mismo mientras observo el destello azul de la luz de la luna que se cuela por la ventana. Todo para mí es nuevo, inefable. El mundo con ella es un juguete nuevo, y yo un niño impetuoso deseoso de conocerlo todo.
Hace unas horas, a la orilla de la playa del Arrocito, observamos con admiración al pequeño niño pescador de certezas de la vocación de existir: bastaba verlo zambullirse en el mar; cada que salía a la superficie parecía crecer, madurar; extraer el misterio del sentido de esta vida al abrir la concha nácar, los caracoles, las almejas, los ostiones. Lo hacía gozoso, lo cual me conmovió profundamente.
Salgo del cuarto a tientas para no despertarla. Observo el cielo estrellado. Se escucha el rumor del mar a lo lejos. Me golpea la brisa cálida, la cual también me transmite el sonido de los insectos; en el cielo unas estrellas brillan más que otras; el mar suena tranquilo. Todo en su conjunto configura un concierto nocturno donde el director de esta orquesta es el silencio. Me lamento de no saber nada sobre insectos; o sobre constelaciones; o más aún, sobre los tipos de olas. Algo sobre lo cual dirigir mi mirada con seguridad; me imagino que tal vez sea mejor así, como los primeros hombres que acudieron a lo insondable al observar las estrellas. Tengo ganas de despertarla y mostrarle este hermoso escenario, pero, ¿cómo aturdir su sueño lánguido y tranquilo?
Se pasan los minutos y lo entiendo todo hasta este momento. Así es la noche, así es el silencio: incentivan el pensamiento hacía uno mismo cuando la vida cotidiana —el día— reprime la individualidad y te obliga a sumergirte a la mancha de entes cabizbajos y grises. En este momento me encuentro sumergido en la noche, y en el silencio, y me descubro tal cual soy: una piltrafa, una caricatura. Entonces envidió profundamente al niño pescador, pues estoy a años luz ser como él: no encuentro respuesta, todo es difuso en esta rapidez de la que no he podido divorciarme; de este sentimiento de angustia; de esta soledad inexplicable.
La única certeza es el brillo de las estrellas, el ruido de las cigarras y el nocturno mar cantando a lo lejos.
Entro al cuarto con calma, la observo de nuevo: es hermosa, su piel blanca refulge como tesoro escondido por la luz de luna. Sigue respirando tranquila. La beso en la frente. Entonces pienso que nada puede estar tan mal: durante la tarde, después de ver al niño pescador, caminamos por la playa hasta encontrar nuestro lugar especial; un recodo de piedras a la orilla de la bahía. Las piedras eran como vestigios de fósiles salpicados por figuras de pequeñas conchas. A unos metros de nosotros unos cangrejos parecían bailar al ritmo de nuestros pasos; otros nos observaban, a lo lejos, tan impertérritos y desconfiados que parecían formar parte de las piedras. La llevé a ver el atardecer allí: la hora dorada que tanto nos gusta nos alumbró como el fuego e hizo rutilar sus ojos, sus pestañas, su inocencia. Le dije que el recuerdo, al reparar en las huellas que dejamos en la playa, las divisa más pequeñas, hasta casi desaparecerlas. Y ella con su rostro terso y sus inmensos ojos lubricados asintió sincera.
Sigo sin poder dormir. Ella se incorpora lentamente sin apreciar del todo lo que está sucediendo. Alcanza a balbucear algo y se duerme de nuevo, esta vez dándome la espalda.
Me siento seguro a su lado, uso mis manos entrecruzadas como almohada y me pongo a soñar despierto. A esta mujer la busqué toda mi vida y, ahora, embriagado de mí mismo y de ella, el cielo es más azul y más profundo; las cactáceas más verdes y las risas más alegres. Ahora la música me impele al canto y la luz ya no aturde mi mirada.
II.
Víspera de navidad, Mariel y yo nos encaminamos de Huatulco a Coixtlahuaca. Ella se sigue hacía el D.F. para pasar estas fechas con su familia. Yo llego al pueblo mecánicamente, pero en realidad estoy buscando algo. ¿Quién no acude a la patria en busca de respuestas? Compro medio litro de mezcal y me sigo de largo hacia la llanura. El silencio que reina en el pueblo se lastima con mis pasos en la hierba seca. Apresuro el primer trago de mezcal. La botella silba con el aire. Una sombra de ave me hace voltear al cielo y observar un solitario zopilote volando en círculos. Cada paso que doy me hace recordar cuando recorría con mi padre estos caminos mientras él me contaba historias de su niñez. Mi padre me parió en estas tierras a través de sus anécdotas, y me hizo sentirme parte de ellas.
Hoy me hablo de tú a mí mismo, como dice el poema de Montes de Oca; y lo hago impelido por el maguey horneado. En el segundo o tercer trago, el mezcal me diagnostica: me percato entonces de que me he dejado devorar por la impaciencia del leviatán urbano; que me he perdido en sus vericuetos grises, ansioso de decisiones importantes; que el tiempo de la vieja ciudad de hierro me ha maltratado y que no he podido más que escaparme, mediante la sustancia, del ejército de animas que claman éxito y rapidez.
Sigo caminando y llego a donde el río seco divide en dos a las montañas. Bajo un peñasco y encuentro un pequeño recodo donde tomo un descanso. El mezcal adquiere una coloración ámbar con la luz invernal de este sol mixteco. Tomo algunas piedras de tierra seca y las convierto en polvo con mi mano. Otras las aviento al cielo para que caigan y se conviertan en polvo. Así lo hacía de niño con mi padre, lanzábamos piedras al aire e imaginábamos que estábamos en medio de una batalla revolucionaria. De mi mochila saco una tortilla de trigo y le doy un gran mordisco. Mastico. Me paso la tortilla bebiendo. Carraspeo un poco.
Ya me está agarrando el mezcal, como decía mi abuelo. Aún así doy un par de tragos más sin preocuparme por mi garganta. Aspiro tranquilamente y trastabillo. Sin perder el control me desparramo sobre la tierra cual largo soy; miro el cielo, suspiro, y comienzo a soñar despierto de nuevo.
‘Mariel en playa oaxaqueña’, Miguel Juárez Figueroa, 2012
