Escribir en la oscuridad

para Elena Cabello

Termino de leer «Escribir en la oscuridad», de Robert Grossman, justo cuando la más reciente crisis del sistema político mexicano se encuentra en su coyuntura. Me refiero a la desaparición y probable asesinato de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa en Guerrero la noche del pasado 26 de septiembre. Y al horror que ha provocado dicho acto. No sólo por la intuición que se tiene —y cada minuto la alimenta— de que esos jóvenes se encuentren muertos; y de que, en dicho caso, hayan sido torturados o incluso quemados vivos; sino también por las fosas clandestinas que han sido encontradas con restos humanos que no corresponden a los de los jóvenes, pero sí a los de víctimas cuya historia ha sido borrada de tajo y lanzada hacia el estanque del olvido. Un horror propio de los excesos del poder en México, y que hoy encuentra un nuevo eslabón en esa violenta simbiosis producto de la infiltración del crimen organizado en los tres niveles de gobierno.

Sostengo la portada del libro, donde se muestra una habitación lúgubre, polvorienta, con mínimas entradas de luz, y donde yace, justo en el centro de la habitación, una mesa con una máquina de escribir resuelta a imponerse a esa aparente indisposición que el ambiente determina. Y viene a mi mente la arquitectura de una fosa como un lugar sombrío también, pero sellado por completo: una especie de metáfora de la muerte total, del encierro definitivo y de la esperanza anulada. Imagino la fragilidad de los cuerpos sin vida resbalando hacia las profundidades, y el terror en los ojos de los estudiantes antes de morir. Y trato de dimensionar la magnitud del dolor de los padres al ignorar el paradero de sus hijos; de esa ausencia que exacerba el duelo, las preguntas y el odio. Y me estremezco ante la posibilidad de que mis familiares vivan algo semejante.

Cuando la muerte acecha el tema nos compete a todos, desbocando un impulso que aglutina una indignación compartida. Lucharé por encontrar a mi hijo, hasta la muerte misma, de cualquier manera todos vamos para allá, dijo un padre de familia en la marcha del pasado 22 de octubre, donde también se leían pancartas que advertían: Nos han quitado tanto que ya hasta nos quitaron el miedo. Lo cual resume magistralmente la situación: la tragedia impulsa la acción política de los hombres, despojando el miedo del cual esta última necesita prescindir para generar la posibilidad de cambios concretos.

Un escenario similar —la perdida de un hijo— fue el que llevó a Robert Grossman, en tanto judío, escritor y habitante de la zona de guerra permanente que constituye Israel y Palestina, a preguntarse cómo entender el acto de la escritura en una zona de catástrofe. Acudo a la comparación impulsado por las semejanzas que observo entre la situación mexicana y lo que sucede en la franja de Gaza, las cuales se perciben sobre todo en los testimonios de los individuos de a pie, y particularmente en los que se convierten en víctimas —en su mayoría gente pobre— y en su dolor. Acudo a la literatura porque me parece que ella encuentra cabida precisamente porque es atravesada y alimentada por la tragedia, el conflicto, y la injusticia. O por lo menos eso es lo que alcanzo a observar en los clásicos de la literatura universal.

Porque justamente así lo considera el escritor israelí: el acto de escribir como una oposición hacia esa «cruel arbitrariedad que decreta nuestro destino»; un desacuerdo con esa sensación de sentirse encerrado física y moralmente que deja la catástrofe y el horror; y un enfrentamiento a la tendencia que tenemos de insensibilizarnos ante el dolor de los otros, y que nos impide entender que detrás de nuestras máscaras morales siempre habrá un hombre con una tragedia singular inscrita en una adversidad común. En ese sentido la escritura consiste en un acto de rebeldía y de libertad: «tal vez la única libertad que un hombre pueda tener frente a cualquier arbitrariedad: la de expresar lo trágico de su situación con sus propias palabras […] como un acto de protesta, de resistencia, incluso una revolución contra ese miedo. Contra la tentación de atrincherarme dentro de mí mismo».

Para Grossman, el escritor intenta gestar mundos exponiéndose ante lo diferente sin defensa alguna, que es decir, sin prejuicios, mostrando su interioridad más elemental, primigenia y renunciando a todo aquello que lo protege de ese infierno que son los otros. Grossman parece ponderar así a los personajes viscerales, a aquellos que se introducen en las entrañas de la arquitectura humana para otear el corazón roto y el alma hecha jirones: «cuando escribimos sobre él, no solo debemos entrar en el alma del otro, sino que debemos meternos en su piel, en su cuerpo, conocer sus limites y defectos, su belleza y su fealdad».

Y hablando del cuerpo se hace inevitable regresar a la imagen de las fosas con cadáveres hacinados; algunos con el rostro carcomido y vuelto anónimo; que es decir, con aquella singularidad de hombre o mujer que alguna vez tuvo su propia tragedia, borrada, anulada, sepultada en el olvido. Cuerpos, que asegura Grossman, y haciendo alusión a los miles de muertos que suele haber por parte del lado palestino en sus confrontaciones con Israel, que valen menos que otros cuerpos; como esas decenas que han sido hallados en las fosas descubiertas en los últimos días. Carne y órganos en descomposición que para la realidad oficial son considerados dentro del ambiguo parámetro de los “daños colaterales” y que desembocan en el dicho estaliniano de que la muerte de un hombre es una tragedia, pero la muerte de millones sólo una estadística.

La literatura, por su parte, recupera la tragedia de esas singularidades para demostrar que esos otros no son sólo una estadística, sino algo real y tangible. Me viene a la mente un solo título: «Los ejércitos», de Evelio Rosero, novela en la que la violencia y el dolor se dan la mano en la más sencilla cotidianeidad, y en la que el infortunio de un hombre basta para dimensionar la fatalidad de violencia de la narcopolítica que asoló en determinado contexto a Colombia. La literatura abreva de las aguas siempre turbias de lo real, aunque casos como el de Ayotzinapa dejan claro algo: que la realidad supera la ficción, y más aún: que la realidad supera a la propia realidad; constatando que siempre se puede caer más hondo, que siempre se puede exacerbar el horror.

Tener todo esto en cuenta constituye una forma de resistir, sobre todo porque nos evita tomar posturas morales radicales, y concebir enemigos a tiro de piedra. Y eso es necesario, pues hay que recordar que los peores crímenes siempre serán cometidos bajo la bandera del bien o del mal. A lo sumo, la literatura puede permitirnos descubrir a alguien con quien compartir los «miedos mas profundos y mudos, y hallar las llaves para abrir los cerrojos de las trampas mas infames en las que nosotros mismos nos dejamos caer»; y también unirnos al destino de otros, distantes y desconocidos, y aplacar ligeramente esa sensación que tenemos de deshumanizarnos, proporcionándonos la sensación de que existe una forma de luchar contra la «cruel arbitrariedad que decreta nuestro destino».

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Fotografía: ‘Olvido’, Miguel Juárez Figueroa, 2012
e imagen de portada del libro editado por Debolsillo