1.
La noche posibilitaba la amistad del puerco y las ratas. Aquél les compartía comida y ellas le hacían cosquillas lamiéndole la espalda. Yo los veía desde mi ventana y disfrutaba, pues también era su amigo.
Durante el día me pasaba horas frente al cochinero, recargado en la reja, observando al puerco. A veces llevaba algo de comer, lo que fuera, un durazno por ejemplo. Me comía la pulpa y le dejaba lo demás. Me encantaba el sonido de su respiración agitada combinado con el de sus dientes al triturar el hueso.
Durante la noche las ratas y yo salíamos a caminar juntos. Entre las calles grises, laberínticas y de aceite manchadas. Yo pateaba las botellas de ron vacías. Ellas mordisqueaban las crónicas citadinas y las hacían pedazos.
Un día me asomé a la ventana y vi las sombras tristes de las ratas. Fui a donde ellas para compartir la impotencia del puñal atravesando el corazón. El puerco nos dirigió una última mirada beata; se despidió de nosotros con regurgitaciones y borbotones de sangre.
Lo mató mi padre. Consumiendo la historia de mi amigo en el fondo de un cazo lleno de grasa que sacó de su propio cuerpo. Las palmas del asesino y sus pliegues factuales lubricados de manteca alimentaron la necesidad de venganza. Lo odié.
2.
Al otro día seguí a mi padre hasta el mercado y pedí a las ratas hacer lo mismo con cautela. Ya en el mercado el movimiento y el ruido de las personas hinchó las venas de mi frente. Llegamos a donde los puestos de carnitas; esos iluminados por focos gigantes que utilizan también para mantener caliente la carne del cuerpo macheteada. Metí mi mano para tentar cueritos y maciza; la carne parecía tener vida, acariciarme.
La costumbre de encorvarme me había impedido observar la inmensa cabeza de mi amigo que colgaba justo arriba. Acaricié su trompa, el cachete y todas sus facciones con delicadeza. Mis manos brillaban. Me avergoncé y retrocedí. Entonces apreté la piedra que llevaba escondida, lo hice con todas mis fuerzas y después la lancé hacia el foco de abajo. Se reventó. No se iluminaron más los pelitos blancos chamuscados de mi amigo.
3.
Alcancé a arrancar la cabeza y la aventé a donde las ratas estaban; justo antes que los tipos de blanco me atraparan. Me llevaron cargando. Mi cuerpo incendiado hizo erupción por mis poros.
Las imágenes se alejaban. Por esa razón grité:
¡Cómanselo todo!….
¡Que engorden las ratas
y se lo coman todo!
‘Cerdo’. Óleo sobre lienzo, Maritza Morillas, 2001
