Bitácora de viaje:
Bitácora de viaje. Guayabitos, Nayarit, 2011
Mi hermano y yo nos encontramos desparramados en sendos camastros que hemos alquilado por cien pesos. En medio de nosotros yace una hielera y en su interior una botella de vodka Stolichnaya que es sostenida por una alberca de hielos. A no ser por un par de garrafas de agua, no hay más cosas en su interior. La hielera asemeja un cofre que alberga en su interior la preciada y diáfana joya de ese destilado. De fondo un mar inmenso corta un cielo azul, claro y soberano. En cuanto al sonido, todo lo llena un vaivén de gritos de niños, murmullos de familias y pregones de vendedores de artesanías. Y la música de las olas, en su infinita llegada y retirada. Traigo un libro, Los demonios y los días, de Rubén Bonifaz Nuño. Me lo dio Mariel antes de partir, para que no la olvidará. Así me dijo. Le contesté que sólo me iba un par de días, que estuviera tranquila. Lo cierto es que hubiera dado cualquier cosa por venir con ella, pero no fue posible debido a que trabajará durante estas vacaciones. Leo un poema de vez en cuando. Antes solía cargar cantidad de libros, hasta que me di cuenta que no puedo leer con facilidad en estas condiciones: viajar ligero es más prudente: un libro es suficiente, y si es poesía, mejor. Leer algo distinto me resulta más complicado, pues todo este escenario se roba mi atención. Es como si fuera una espectáculo teatral del cual no quisiera perderme detalle alguno. El mar es un lugar ideal para observar y observarse y para reconstituirse y regenerar el cuerpo. Y por lo menos eso es lo que la poesía es para mí, una especie de espejo, un camino sin filtros a lo más recóndito de mí mismo.
Llegamos a Guayabitos por la mañana. Después de conseguir hospedaje nos hemos dirigido a la playa, en donde tomamos un almuerzo abundante. Yo un cóctel de caracol y un par de tostadas de ceviche. Carlos un espagueti a la marinera y unas tostadas de camarón. Ambos acompañados de un par de cervezas Pacífico. Así es que comenzamos a beber desde temprano, como una elección inevitable dirigida por nuestro corazón: que ahorren y administren su borrachera los buenos tomadores. Carlos y yo nos dejamos llevar por nuestros sentidos, sin tomar en cuenta que quienes actúan de esa manera suelen equivocarse. Lo bueno es que no nos importa equivocarnos. Elegimos Guayabitos porque es un destino económico y relativamente cercano; dos razones importantes tomando en cuenta que pasaremos sólo un par de días debido a los pendientes que a pesar del asueto, tenemos en la ciudad. Él me está auspiciando el viaje, pues en su trabajo le va bastante bien y desde siempre ha sido un hombre generoso y dispuesto a compartir. Yo, en cambio, a mis 23 años, no tengo nada claro. O por lo menos nada claro como lo observan las expectativas de los otros. A lo que me refiero es que tengo un empleo, que aunque miserable, me da para lo suficiente: comer, pagar la renta, y salir de vez en cuando con Mariel. No tengo mayores necesidades.
Carlos se encuentra a mi lado, hasta ahora silencioso. De vez en cuando realiza un comentario o tararea alguna melodía. Se agacha por su iPhone y graba esas ideas musicales como si estuviera hablando por radioteléfono. Le regocija venir a la playa como un doble mecanismo de desintoxicación e inspiración. Mi hermano es músico. Y en primer lugar, compositor. El único que conozco. Todo el tiempo se comporta como tal. Literalmente vive una vida paralela, y así es desde que lo recuerdo, desde que éramos niños. Desde entonces (la mayor parte del tiempo estábamos juntos) generamos aficiones comunes. A la música, sobre todo, a la cual veneramos por completo. Con el paso de los años acudimos a su lenguaje para tratar de entender un poco de los misterios que nos conmueven. El mar entre ellos. He preparado un soundtrack para el viaje, el cual reproducimos en la bocina inalámbrica de mi hermano: La mere y Las sirenas, de Debussy, Los Planetas de Holst, el Infra, de Max Richter y el Requiem for my friend, de Zbigniew Preisner. Obras que si bien pueden no estar gestadas a partir de la inspiración marina, sí parecen estar unidas espiritualmente mediante los hilos invisibles de la música y su sustancia inefable. Me agacho a la hielera: la abro y descubro la botella de vodka. Nunca he sido aficionado al vodka. A pesar de ser un destilado claro, mi estómago no lo tolera. Curiosamente, es la bebida preferida de mi carnal. Pongo un par de hielos en el vaso y me sirvo. Vodka en las rocas. Me encanta la arquitectura de la botella que se empaña al salir de la hielera por el súbito cambio de clima. Efectivamente, es como una joya que refulge al abrirse un misterioso cofre. Bebo con calma y el sabor diáfano se postra en mi paladar. Carlos hace sonar los hielos moviendo circularmente el vaso que se ha servido unos minutos antes. Después me percato de que he bebido sin tapujos por lo menos tres tragos. Eso quiere decir que mi indisposición proviene de algún recoveco mental: miedos gestados en los laberintos etílicos de mi experiencia individual. Después y sin más, Carlos comienza a hablar. Son los primeros efectos del vodka, que lo hacen maridar las palabras como si estuviera acomodando motivos musicales. Y así va construyendo la conversación: con el uso adecuado de silencios, ritmos, armonía…
Lo escucho con atención: me habla sobre la situación geopolítica en Rusia, sobre las consecuencias de la guerra de Osetia del Sur, y sobre la nueva configuración de fuerzas comandada por Vladimir Putin en esa zona del mundo. Yo me muestro admirado de su conocimiento, como en los viejos tiempos en que pasábamos madrugadas hablando sobre política y filosofía, y soñábamos con alguna vez conocer Rusia. Verás que algún día iremos, carnal, me dice como si él también hubiera recordado aquellas largas noches. Yo asiento con la cabeza, aunque en el fondo no me importaría si dicha intención no se concreta: para mí no es necesario viajar para conocer y aprehender una cultura: resulta suficiente actuar como los niños pequeños, que viajan hacia sí mismos, y que se sumergen en la existencia sin pretensiones, entregándose en cuerpo y alma. En este caso a las artes, al pensamiento y la cultura de nuestra admiración… Me percato de que una sombra se aproxima hacia nosotros. Es la de un joven lanchero que pretende ofrecer sus servicios. Sostiene una carpeta en el hombro, con fotografías de las atracciones turísticas de la zona. La principal de ellas: el avistamiento de ballenas. Habla con rapidez, con la labia persuasiva del vendedor ambulante y dirige su discurso hacia mi hermano, como si supiera que de él depende una respuesta afirmativa. Y no se equivoca. Carlos voltea a verlo esporádicamente mientras hojea el álbum. Después me lo pasa a mí. Cuando lo veo recuerdo las advertencias de la administradora del bungaló en donde nos hospedamos: no se dejen engañar, esos chavos prometen divisar a las ballenas grises, pero con suerte alcanzan a verlas desde muy lejos. Además la temporada está por terminar. Es un fraude. Y al parecer los dichos de la mujer no fueron esgrimidos sin sustento: avistarlas depende de circunstancias azarosas, como el clima del agua y la experiencia del lanchero. Por lo visto todo eso está en contra de este muchacho que parece no rebasar los veinte años. Un silencio evidencia que ha descubierto nuestra indecisión. Tal vez por esa lance la última de sus cartas: órale, mi jefe, si no las vemos no me pague... Ante la censura de los “sabios”, prefiero el arrojo y el ímpetu de los jóvenes. Tal vez porque yo mismo me percato que con el tiempo lo he ido perdiendo. Sería imposible negarse a este joven, con sus rasgos castaños, de piel clara y pecas oscurecidas por el clima marino; a este hijo de la costa, de manufactura humilde pero ojos sinceros. No podría estar mintiendo. No podríamos negarnos.
Nos preparamos para abordar la embarcación. Para ello nos hemos encaminado hacia el otro lado de la playa, donde se encuentra un pequeño muelle. Cargo la hielera y la echo por encima de mi hombro. El joven nos indica el camino y se adelanta corriendo para preparar la embarcación. Carlos y yo caminamos. Volteo hacia atrás y veo mis huellas y las de él. Una metáfora de nuestra historia, de nuestra hermandad. Llevamos en nuestras manos nuestros respectivos vasos de vodka. Me recuerda de un álbum de dinosaurios que tuvimos cuando eramos niños. En aquel librito se comparaba a escala el tamaño de los seres prehistóricos con los del hombre y otros animales no extintos, como el elefante y algunos tipos de cetáceos. Fue en aquellas representaciones donde conocimos al cachalote, el cual se asomaba como la ballena con más personalidad. Mi padre fue el causante de esas aficiones: nos compraba documentales sobre animales y películas de ciencia ficción. Como aquella vez que llegó con la película de Moby Dick y nos maravillábamos al observar la escena en donde se mostraba el lomo de la ballena, el cual era depositario de las huellas de incontables batallas de ese monstruo marino en contra de lo humano. Se me quedaron grabados en la memoria los arpones que no habían logrado quebrantar la voluntad de esa criatura. El viejo hacía ese tipo de cosas por nosotros. No hablábamos demasiado. No recuerdo algún consejo, ni nada por el estilo. Incluso las reprimendas eran sutiles, como si las hiciera más por una obligación social que por el convencimiento de que eso era para nuestro bien. Supongo que suficientes ocupaciones tenía consigo mismo. Lo que sí hacía era acompañarnos en nuestros juegos, observar las películas con nosotros. Podría decirse, según suele pensarse cuando se habla de rigidez pedagógica, que no nos preparó para la vida. Lo que sí hizo fue prevenirnos para interpretar la belleza del mundo, y maravillarnos ante su magnificencia.
Llegamos al pequeño puerto donde se encuentran encalladas la mayor parte de las embarcaciones. Se nota que son días complicados, pues éste luce casi lleno. Es decir, pocas tienen trabajo. Abordamos la pequeña lancha. Se llama simplemente “Viridiana”. Subimos la hielera, en la cual, de nuevo, sólo yace la botella de vodka con menos de la mitad del contenido y un par de garrafas de agua. Yo cargo mi mochila, donde, entre otras cosas, transporto mi cámara. Se enciende el motor y nos introducimos al mar, el cual se encuentra ligeramente “picado”. No se preocupen, sólo es una marejadita, advierte el muchacho. Supongo que por esa razón las olas se muestran agresivas, pero al mismo tiempo con cierta armonía. El joven avanza adelantándose a la formación de las olas. A veces coincidimos con la formación de alguna y nos elevamos ligeramente, cayendo con fuerza y salpicando agua que por momentos se mete a la embarcación y moja nuestros rostros. Pasan los minutos y vamos dejando todo atrás. Intercambiamos de vez en cuando algunas palabras, aunque más bien nos concentramos en el paisaje. De pronto paramos la embarcación, el joven voltea a los lados y luego deposita su mirada a lo lejos. Realiza el ritual de quien se empecina en el mástil, sabiendo que en algún momento habrá de divisar la tierra tanto tiempo anhelada. Nos informa que buscamos las estelas, que son una especie de marcas que dejan en la superficie esos inmensos animales al salir a respirar y luego sumergirse. Observo que el joven tiene muchas pecas en el rostro, además de ojos claros. Pienso por un momento en su familia, en la raigambre que le antecede y que ha devenido en ese singular muchacho. Supongo que por el brillo de su mirada tal vez se encuentre enamorado. Tal vez de una mujer llamada Viridiana. Como era de esperarse, Carlos y yo seguimos bebiendo. A mí ya me agarró el vodka. Estoy borracho desde hace un buen rato, pero me siento bien, pleno y tranquilo. El momento me ha absorbido por completo, y una cosa lo atraviesa todo: el recuerdo de Mariel. ¿Qué estará haciendo? ¿Cómo se sentirá? ¿Estará feliz, entusiasmada, pensando en mí como yo lo estoy en ella? Me estremezco ante la imagen de su cuerpo. Mar y él… Le ofrezco un trago de vodka al joven. Lo rechaza pero acepta en cambio un poco de agua. Yo tomo del destilado directamente de la botella ante la incapacidad de servir un vaso que provoca el movimiento de la lancha.
El mar comienza a tornarse más oscuro, lo cual indica que nos hemos introducido a zonas más profundas. Divisamos las primeras estelas. Cuando el joven detiene la embarcación ésta se mueve de forma irregular, con movimientos oscilatorios que revuelven nuestros estómagos. Además hemos quedado en silencio, pues el motor no hace más ruido. Sólo se percibe la ligera caricia que hacen las olas al tocar la embarcación. Mi hermano y yo nos pasamos la botella de vodka para controlar el mareo. Ya empecinados en seguir bebiendo, como si cada trago fuera un paso dado, una palabra dicha, un obstáculo sorteado en el anhelo de existir. El joven enciende de nuevo el motor y continuamos avanzado. Todo es expectativa. Tal vez suponga que somos esa clase de turistas que se impacientan y comienzan a cuestionar y reclamar. Tal vez esté al tanto de las cosas que personas como la administradora del bungaló andan comentando. La verdad es que yo sí me encuentro algo impaciente, con la ansiedad de saber qué es lo que va a suceder. El muchacho parece intuir algo, pero se mantiene callado, como si estuviese dispuesto a brindarnos una sorpresa. Mira al horizonte y el sol cae de lleno en todo su cuerpo.
Mientras tanto Carlos bebe vodka y me observa con intensidad. Yo lo veo a los ojos y me percato de que está completamente ebrio. Reímos. Me recuerda una vieja anécdota de un viaje que hicimos con el viejo al sur del país. ¿Te acuerdas del Mocambo? Me sorprende que en este momento se haya acordado de eso. Nos reímos estrepitosamente. Y es que de eso hace ya por menos diez años. Habíamos llegado a Tabasco casi de madrugada y estábamos hambrientos. El viejo había decidido esperar, convencido de que encontraríamos algún buen restaurante de abolengo abierto. Para nuestra sorpresa, casi todo estaba cerrado. Mi padre continuó manejando con la plena seguridad de que cumpliríamos nuestras expectativas, hasta que dimos con el “Bar-Restaurante Mocambo”, el cual se encontraba a las afueras de la ciudad. Era un lugar lúgubre apenas iluminado por tenues luces neon. Atendido por sendas mujeres morenas con minifaldas. A todas ellas las recuerdo hermosas y exuberantes. Mientras cenábamos había volteado a ver una mesa contigua, donde una mujer estaba sentada en las piernas de un hombre, el cual había depositado su mano en los muslos de esa hembra, como impidiendo que toda aquella carne se viniera abajo. Fue una imagen rápida pero estremecedora. Aquella noche no pude dormir, ni tampoco hablar del tema con Carlos, pero sé que esa imagen quedó guardada en su cabeza exactamente de la misma forma que en la mía. Recuerdo, y no se por qué vinculo una imagen con la otra, el ventilador que apaciguaba un poco el calor de ese cuarto, su sonido oscilante, mi mente abstraída en la evocación de los muslos de aquella mujer… Ah, qué caray con el viejo, respondo a Carlos respecto de su pregunta. Después nos quedamos callados de nuevo. Él dirige su mirada hacia algún punto de la inmensidad del mar y supongo que su pensamiento, como siempre, está invadido de notas musicales. O más recuerdos. En el fondo la pregunta ha sido, tal vez, una forma de expresar su nerviosismo. No puedo descifrarlo, y no importa…
Los gritos del joven lanchero coinciden con un potente olor a pescado. No sabría decir qué he percibido primero: si el olor o el potente bufido. O los gritos desaforados del muchacho que se mueve con el ímpetu de un pequeño niño. Creo que yo también he gritado. Casi podría asegurarlo. La inmensa bestia se sumerge y cada que sale a la superficie es posible observar un destello que proviene de la brillantez de su joroba, la cual parece estar hecha de algún material metálico, pero no, más bien es el destello que proviene del crisol de parásitos que vive en esa zona de su cuerpo. Como Moby Dick y las huellas de la batalla —los arpones que no han logrado matarla— en su espalda. He tomado la cámara de mi mochila y la pongo en mi cuello. Ésta se zangolotea. Intento mantenerme de pie y con trabajo logró equilibrarme. Tengo que concentrarme en sacar la fotografía o dedicarme a observar el espectáculo. Y es que el animal es la voluptuosidad misma. Por la magnificencia y misterio del mar del cual emerge. De su naturaleza, de su olor. De toda esa infinidad de elementos que constituyen la conformación orgánica de un ser vivo y que lo definen en cuanto a su singularidad… Todo es desorden, energía, emoción y gritos… En algún momento logro enfocar a la ballena pero vuelvo a trastabillar. Después siento los brazos de mi hermano, quien me sostiene de la cadera para que pueda maniobrar con más seguridad. Otro síntoma de fraternidad. El mar parece más obscuro y hacia el fondo le cede la estafeta a unas hermosas montañas. La ballena pareciera huir hacia ellas. Ballena marina. Ballena montaña. Vodka que transita por mis venas. Vodka magnificencia. Vodka ballena. Vodka vida. Vodka hermandad… Capto la fotografía.
Fotografía: ‘Ballena’, Miguel Juárez Figueroa, 2011
