La malagueña

Para Lidia Romero Márquez

Lo que está permitido desagrada.
Lo prohibido nos quema con más fuerza.
Ovidio

Destapo la anforita de mezcal y le ofrezco un trago, pero lo rechaza con la mueca de desagrado propia del abstemio. Desde hace unos minutos que ella ha decidido dejar de beber, mientras yo he continuado como si nada, pues me encuentro en ese momento en que es imposible detenerse. Estamos por despedirnos cuando noto que su embriaguez se ha esfumado, mostrando en lo que había sido un rostro alegre, los rasgos de la culpa y el arrepentimiento. Doy un largo sorbo mientras escucho su voz cansada, como de quien se encuentra envuelto en el horrible manto de la tristeza. La abrazo y no digo nada más: soy un extraño que ha llegado tarde, y con las manos vacías, siendo incapaz de asegurar algo desde esa pobreza, tan sólo esgrimir esperanzas que no tendrían eco en una mujer treintañera necesitada de expectativas claras sobre la vida. Aborda su camión en una esquina del centro de Coyoacán y me lanza una última mirada: es claro que no volveremos a vernos, y es mejor así. Hoy comenzó y se consumió todo con la brusquedad con que un fósforo muere después de ser encendido. Y es que las mujeres casadas, como ella, sólo aceptan la aventura, el desorden momentáneo, para después regresar a la estabilidad. En ese sentido la infidelidad constituye un desahogo, un ensayo de la libertad perdida. Pocos buscan el desorden deliberadamente, mucho menos aquellos que suscriben la monogamia, y esto es porque esa forma de vida se sustenta en el anhelo hipotético de la armonía. Los que se atreven, como los borrachos y los amantes, a más de antisociales, son tildados de verdaderos hijos de puta debido a que hacen evidente la contradicción de cualquier anhelo colectivo. Tengo claro que todos alimentamos falsedades que nos atan a este mundo. Yo, por mi parte, trato de vivir anclado a algo concreto: el placer. Camino hacia la fuente de los coyotes y me postro en una de las bancas. Observo el paso itinerante de caminantes solitarios y pienso que cada uno de ellos esconde una historia; yo también tengo una, y la evoco en mi pensamiento, buscando descifrar cada detalle de lo sucedido durante este vertiginoso día.

Todo comenzó a unas cuadras de aquí, en la Fonoteca Nacional, adonde ambos asistimos a la última sesión del curso de apreciación musical al cual nos incorporamos hace justamente dos meses. Llegué temprano debido a mi necio hábito de la puntualidad, así que decidí esperar un rato en el patio del recinto, fingiendo leer, aguardando con nerviosismo a que ella apareciera de pronto; lo que al fin sucedió. Al recibir su saludo, cariñoso y deferente, como era su costumbre, me sentí agradecido de que el azar me permitiera verla de nuevo. Después se iría caminando hacia la sala donde se llevaba a cabo la clase, con la seguridad de quien es consciente de su belleza, no tanto con altivez como con cortesía y alborozo. Yo la observé por encima del libro hasta que desapareció de mi campo de visión: iba vestida con unos leggins: esa magnífica prenda que enaltece aún más la belleza de un cuerpo bien trabajado (especialmente el trasero y los muslos), además de botas de lluvia y un saco como los que usan las mujeres que practican equitación. Se veía hermosa, con los rayos matinales descubriendo la blancura de su piel y enalteciendo el dorado de su cabello lacio. Hubiera querido verla de frente, lo más cerca posible, para captar la sinceridad de su sonrisa y la claridad de sus ojos azules y empaparme aún más de esa alegría propia de las mujeres del sur de España —tierra donde se tienden largas mesas de amistad, según Borges. Recordé que fueron esos mismos atributos los que me hicieron pensar, la primera vez que la vi, que se trataba de una turista que visitaba la Fonoteca, tal vez checa o de los países balcánicos. Una intuición anclada en el prejuicio, claro está, pues no soy, ni mucho menos, un cosmopolita. Después me enteraría de su raíz andaluza, malagueña. No era para menos estar agradecido con ella, pues esa plenitud que sentí al verla esta mañana difería en su totalidad de la incertidumbre con la que había llegado al curso hace dos meses, impelido más bien por la incapacidad de lidiar con el excesivo tiempo libre en que me había postrado el desempleo, decidido a gastar en música el sobrante de los ahorros que me dejaba el pago de la renta y los gastos del día a día. Era mi intención que la música me desprendiera de la vida cotidiana, y me permitiera enfrentar mi situación con más sapiencia. Y sólo eso: jamás imaginé encontrar una mujer así y mucho menos enamorarme.

Por que así fue: en el colmo de lo previsible, quedé completamente prendado de ella. Diré de mí que desde niño tenía la costumbre de pretender a las mujeres más hermosas, idealizándolas y atribuyéndoles cualidades que muchas veces no poseían. No me percataba de que aquello se sustentaba en la presunción de algo imposible de lograr, y que justo por esa razón constituye una tontería cultivar ideales. En el fondo, y a pesar de negarlo, aún creía en ese viejo cuento de la media naranja, sin la cual uno se siente incompleto e inacabado. Tal vez por esa razón no había aprendido a estar solo, porque buscaba con quien concretarme, fusionarme. Me correspondía, si es que quería lograr algo, hacer un análisis de mis anteriores fracasos amorosos. En el inter debía evitar ser imprudente, así que me propuse actuar con paciencia y sigilo, sin aturdirla más de lo necesario. Concluí, a la par que asistía a los cursos, e impulsado por la lectura, que en mi tendencia a ejercer un romanticismo total yacía la raíz del problema, pues éste tenía una desembocadura clara: el dolor. Y es que ese laberinto me hacía sublimar el rechazo en alcohol, apelando a la autodestrucción como un impulso natural de mi carácter. A pesar de que sabía que nadie podía contarme lo que era estar sumergido en la mierda, no tenía la intención de seguir sufriendo, sino todo lo contrario: gozar y hacer gozar. El punto era que para lograrlo debía dar una vuelta en un u en mi forma de sentir. El punto consistía en comprender que el problema no está en el amor, sino en la forma de amar. Fue entonces que me preparé como un guerrero se prepara para la batalla, y creo que empecé de forma adecuada, a pesar de lo titánico de mi deseo. Entendía los riesgos de intentar pasar de la teoría a la práctica de una manera tan radical. Uno no puede vivir bajo los cánones de un manual, no hay recetas ni formas establecidas para llegar a algo, es una tontería sentirse iluminado por preceptos escritos por terceros; el camino lo forja y lo transita uno mismo. Era necesario que me atreviera a dar un paso en falso para generar esos atributos, buscar en el carácter los resabios de una valentía jamás ejercida, sin temer el error o el fracaso, desconfiando de la baba metafísica de quienes nunca se equivocan. Tenía que equivocarme para aprender: especializarme en el error. Toda mi vida me habían dicho lo que era correcto o incorrecto, lo que podía y no podía desear —yo mismo había suscrito algunas de esas limitantes. Ahora, sin embargo, pretendía aprenderlo por mí mismo, impelido por la sentencia de Thoreau que establece que no hay en el mundo nadie, por más canas que peine, que pueda ayudarme con su ejemplo o consejo para vivir mi propia vida de forma digna y satisfactoria.

Las tres horas de la sesión se pasaron en un respiro. Escuchamos algunos de los cuartetos del compositor australiano Kevin Volans, terminando con su The White Man Sleeps. El hecho de que ella estuviera presente, en algún lugar de la sala, había incentivado la sensación amorosa, despejando mis oídos de prejuicios. Poseía esa concentración total de la que goza el hombre ebrio de sensaciones. Entendí esa alucinante pieza como una especie de diálogo musical en el que el sonido de la viola, a pesar de su timidez de instrumento de aparente bajo perfil, busca reconciliarse hacia lo diferente pero semejante, tendiendo puentes sonoros de entendimiento hacia la vehemencia y soledad del chelo, y lo cosmopolita y universal de los dos violines. Entre los tres parecieron establecer una plática onírica donde los silencios conjuraron ese arte en extinción que es el arte de conversar, el cual se construye como una melodía que performa e improvisa las condiciones de voluntad necesarias para amar. Porque no cabe duda que hay que estar preparado para amar. Así, y a pesar de no poder verla directamente, pretendí conectarme con ella a través de los hilos invisibles de la música, imaginando su cuerpo todo, su sonrisa, y el fulgor azul de su mirada. Y la amé desde un anonimato en que la música y el sentimiento se fusionaron en su hermandad de entes inefables, generando una sustancia homogénea ajena por completo a la razón y el pensamiento, expresada en los parámetros del cuarteto, que condensó toda esa fuerza y la transmitió a cada una de las fibras de mi cuerpo.

Sin embargo aún faltaba que sucediera algo importantísimo, y que modificaría por completo el desarrollo de las hechos. Y esto es porque estaría presente el alcohol: ente de poder que otorga lucidez y horada, cuando es bien dirigido, los muros que nos evitan vivir plenamente. El grupo de asistentes a la Fonoteca había organizado un convivio para clausurar el curso. Las señoras, vecinas del barrio de Coyoacán, se encargaron de preparar una serie de platillos para maridar las botellas de vino que nos correspondió llevar a los varones. Me entusiasmó observarla con algunas copas encima. Sabía que el alcohol posibilitaría un intercambio más sustancioso entre nosotros. Y más aún tomando en cuenta que la música había otorgado las condiciones necesarias para ello. Ante un escenario en el cual no tenía nada que perder, me correspondía actuar con un poco de sentido común, esto es, alejado de cualquier tipo de expectativa. Estaba consciente de que en el hecho de esperar algo de los otros se encuentra la genealogía de gran parte de los sufrimientos de esta vida, ya que reparar en ello cultiva el campo de la culpa, la envidia, el arrepentimiento, el odio. El punto es no esperar y tratar de concentrarse en uno mismo, aunque esto sea muy difícil. Sólo había un detalle: tenía prohibido beber debido a que, durante el último año, había lastimado mi estómago al sumergirme en el vertiginoso caudal del exceso. Nada menos que el órgano donde se encuentra la puerta de entrada a lo cognoscitivo: desde la virtud que provee equilibrio existencial, o desde la autodestrucción que enseña, pero que cobra una factura corporal. Y es que no hay nada más lamentable para un bebedor que enfermar del Dios estómago, al cual rinden culto y sacrificio todos los hombres auténticos, según Ambrose Bierce. Hace algunos años, mi amigo el Barón (el borracho del barrio), me había platicado de que manera aguantaba bebiendo todos los días a pesar de su gastritis crónica. El secreto consistía en soportar los primeros golpes, los cuales se sienten hasta el alma, como las primeras gotas de un baño de agua fría. Después el dolor se censura y se hace soportable. También recordé las palabras de mi hermano Raúl, médico de profesión, quien me había platicado que la mayor parte de los estómagos de los indigentes se encuentran ulcerados, lo cual representa apenas un indicador de la capacidad que tienen esos hombres de llevar el cuerpo hasta límites de resistencia y necesidad insospechados para hombres criados en el calor del regazo materno.

Sólo por hoy, me dije, después de observar por un momento la mesa dispuesta de comida y alcohol, y bebí un trago doble de un golpe. Después me serví un poco más de vino y procuré maridar con inteligencia. Al principio hubo un ardor, una molestia intensa, pero después, y milagrosamente, el dolor se fue censurando poco a poco. Comencé a sentir el efecto del alcohol. No podía permitirme estar sobrio; no cuando tenía que echar toda la carne al asador en mi pretensión de seducirla, y es que hasta ahora las cosas más relevantes de mi vida las había realizado con algunas copas encima. Sentí el ímpetu de poder que otorga la embriaguez. Y traté de actuar con cautela, evitando que esa vehemente bola de emoción incontrolable que nubla la razón me dominara y anulara cualquier pretensión seductora. Así que procuré acercarme lo menos posible a ella, que después de todo habría sido inoportuno ante el barullo y movimiento propio de la embriaguez colectiva. La observaba de reojo, mientras los dos charlábamos con otros asistentes del curso. A veces nuestras miradas se encontraban y sonreíamos, pero nada más. Recordé los poemas que le había escrito. Eran malos poemas pero con buenas intenciones: transmitir sensaciones inefables. En algún momento el alcohol se apoderó de mí y tuve el impulso de acercarme y decirle algo bonito, tal vez que había aprendido a amarla en el silencio, pero me resistí. Era necesario que racionalizara un poco mis acciones. Y esperara. Disfruté mucho de esa última reunión, no sólo por el acto de comer y beber —en esencia placenteros—, sino por la plática con los asistentes, la cual, amena en la sobriedad, se exacerbó con el sentido común otorgado por el alcohol. Valoré la franqueza y cortesía profesada por esas personas. A pesar del conservadurismo de algunos de ellos, la mayoría cultivó una energía y curiosidad casi infantil. Otros pocos ejercieron actos de cinismo que me permitieron corroborar que esta virtud se construye con el tiempo, pacientemente, como el boceto de una historia novelística, pues exige un amplio conocimiento de la naturaleza humana. Entendí que ser cínico no significa pasar de largo ante lo podrido del mundo, o anotar con un mero sentido de ironía las incongruencias de los valores sociales —actos limitados a los sofistas— sino oponerse lúdicamente a las estructuras sociales dadas (el afán de éxito, la congruencia, los honores, la institución familiar, las ideologías, las religiones, el trabajo, etcétera) mediante la ponderación del cuerpo, la amistad, el uso libre del tiempo, el ocio, y el sexo. Navegar a contracorriente, sí, pero riendo estentóreamente.

Al terminar la reunión me aproximé y me ofrecí a acompañarla a tomar su transporte. Accedió gustosamente devolviéndome una hermosa sonrisa. Caminamos hacia el centro de Coyoacán. Me detuve frente a La Pause envalentonado por fuerzas que me excedían, completamente decidido a aprovechar la oportunidad, y la invité a tomar un whisky. Aceptó. Sabía que estaba haciendo bien las cosas, que para ese momento tenía que dejarme llevar por las templadas manos de Baco, que siempre dirigen a buen puerto a quien navega en el mar embravecido de la ansiedad. Tomamos asiento y ordenamos un par de tragos. Yo puro vino tinto, ligero y amigable para el estómago: Cabernet. Me acomodé gustosamente en el asiento: ya había logrado lo suficiente, así que me dediqué a observarla: quería captar cada uno de sus gestos, las tonalidades de su voz y de su risa, para que quedaran tatuados en mi mente. En especial su voz, con ese acento ceceado de la gente malagueña. Entre otras cosas, memoricé el sutil movimiento de su cuerpo al apoyar el codo sobre la mesa y llevar la mano a la barbilla para mantener una posición más cómoda para la espalda. Encontré belleza en cada uno de los detalles de ese restaurante: en la textura del mantel deshilado, en la frágil estructura del vaso de cristal —instrumento musical que se percute con el escanciamiento del vino— en el jardín del fondo, de donde llegaba el rítmico sonido del aspersor, que bañaba las plantas y devolvía un agradable bochorno vespertino acompañado de un sabroso olor a tierra mojada. Me contó su historia: su visión sobre la música y el acto de crear; su opinión política (ella misma representaba un resumen de la historia reciente española, pues su padre era partidario de la república, mientras su madre adepta de los últimos resabios del franquismo); su opinión sobre México y los mexicanos; su insatisfacción con la academia; también de su experiencia como flautista y estudiante de música; su afición por la poesía de Lorca; y de sus clases con Eugenia Revueltas. En ella se conjugó belleza e inteligencia por igual. Habrán sido tres o cuatro horas que se pasaron con la rapidez de una plática bien dirigida. Aún me pregunto por que razón fue capaz de confiarme tantas cosas. Quizás viera en mi rostro que yo era un tipo inofensivo, incapaz de romper un plato. Que acaso el único peligro que corría era el producto de mi ingenuidad, propia de los inexpertos que malinterpretan un guiño de la mujer amada y terminan completamente prendados. Y es que un romántico necio es peligroso, por imprudente, y pésimo amante, por indiscreto, sobre todo cuando pretende mujeres casadas. Sólo noté algo raro, algo que divergía de esa libertad, un leve suspiro que se repetía constantemente, como un indicio de cierta desdicha. Nostalgia tal vez, por algún error cometido, por alguna voluntad perdida. Intuí que se trataba de ese tipo de mujeres que llegan al matrimonio por su propio pie, convencidas de algo en lo que les han hecho creer toda la vida, y reciben el golpe del desencantamiento de una forma brutal.

Para ese entonces la noche estaba por llegar. Al salir del restaurante la calle Francisco Sosa nos cobijó en su reino. Yo me encontraba muy bien. Caminaba por la orilla de la acera, tratando de mantener el equilibrio, esquivando los grandes árboles y rodeándolos con el brazo para darles la vuelta; a veces los golpeaba con la palma de la mano, con el fin de sentir su dureza. En alguna ocasión me agaché para recoger una hoja e investigar después el tipo de árbol del que se trataba. Bajaba a la calle para sentir la textura de los adoquines y enfocar con mayor amplitud la arquitectura de las casas. Así es Granada, seguro te gustaría, fue una de las pocas frases que esgrimió en ese pequeño trayecto. Entonces pensé en Granada como un ensueño, una especie de tierra anhelada. A unas cuadras de llegar al centro de Coyoacán no parecía existir la posibilidad de que algo más sucediera, pero el azar siempre tiene preparadas sorpresas para los incautos, las cuales se presentan en los momentos más inesperados. Fue así como reparamos en una ventana abierta de par en par. Una tenue luz amarillenta salía del interior, donde una pequeña niña tomaba clases de piano. Su profesora la observaba pacientemente mientras la pequeña interpretaba una sencilla pero hermosa pieza infantil. La casa parecía un museo y con su tonalidad lúgubre recordaba El interior de un café nocturno, de Van Gogh. Ella asomó delante de mí, poseída por la imagen. Yo buscaba un punto de visión, como el niño de baja estatura intenta observar un espectáculo en medio de una muchedumbre. Cuando por fin lo logré me percaté de que nuestros cuerpos quedaron bastante juntos. Me conmovió la escena, y a ella con seguridad también, en su calidad de flautista. Me pregunté qué estaría sintiendo esa pequeña al entrar en contacto con la música, al saberse capaz de crear algo a partir de su interpretación. Yo no podía entenderlo del todo, pues no interpretaba ningún instrumento, pero lo intuía. Sabía que un intérprete debía, además de ser un ejecutante sin falla, alguien que cultivara su espiritualidad, pues justo allí yace la posibilidad de generar un estilo. Y en esa niña había tanta potencia. Supuse que por esa razón existían niños interpretes tan sobresalientes, tal vez por esa energía clara y sincera que existe en el interior de los niños.

Estuvimos así hasta que un impulso me provocó rodearla con mis brazos. Sentí la resistencia de su cuerpo, que fue cediendo poco a poco. Ella advirtió la paulatina erección pero no se alejó, sino que pegó más sus nalgas hacia mí. Al aspirar el perfume de su cuello comencé a besarla. Noté un bello estremecimiento. De nuevo estuve tentado a decirle algo bonito, posiblemente recitarle algún poema; tal vez aquel donde le decía que ella era para mí como un copo de nieve. Pero su mano que había comenzado a masturbarme por encima del pantalón evitó que me equivocara. Necesitábamos el cuerpo, el intercambio de fluidos. Ambos lo anhelábamos: yo desde mi tentativa amorosa, ella quién sabe, probablemente impulsada por la necesidad de corromper la monogamia, que censura con lentitud el deseo y vuelve la frigidez un indicador desdichado de la rutina sexual. Para ese momento era yo una bestia desaforada. Por encima de los leggins, y a la altura de su sexo, pasaba mi mano con fuerza, sintiendo cómo nuestros cuerpos se resguardaban en un calor muy agradable. La suavidad de sus labios parecía concentrar toda esa libido, obligándola a salir en forma de un vaho emitido por unos leves y hermosos gemidos. Bueno hubiera sido poseerla en ese momento: bajarle los pantalones y penetrarla, embestirla una docena de veces con la vehemencia de una bestia, pero no, sólo atiné a restregarme contra su ardiente arquitectura, como perro impaciente que intenta entrar sin éxito, pero que se empecina alentado por el instinto. Y es que el punto de entrada del amante, no es el amor, sino el sexo. Por eso a una amante es posible decirle que es una puta, porque cuando esta última llega a su oficio por voluntad propia, buscando el goce, ejerce un acto de libertad encomiable. En cambio, a la pareja, o a la esposa, eso constituye el peor insulto, y esto es porque los actos de libertad siempre generaran escozor allí donde se reivindican las cadenas. El sexo pone la pauta, a través de su certeza. Porque el sexo es cuerpo, órganos que se descubren en un proceso paulatino, mediante forma y contacto, sensación y sentidos. Porque el sexo implica cuerpo: placer de frote y olores, de sudor y sabor de coyunturas que posibilitan el entendimiento, la unión de los contrarios, la posibilidad real de ser uno solo a través del otro. El sexo otorga un goce claro y tangible y el costo es mucho menor que el pensamiento y las palabras, que como el amor, son difusos y falibles, dependientes del azar y del contexto. Por esto es que casi siempre resultan errados, provocando la abundancia de malentendidos, expectativas y frustraciones que llenan el diván de los psicólogos. Estábamos ebrios y libres, copulando literalmente en la calle. Fue así hasta que su cuerpo perdió la entrega de forma abrupta, con la reacción de quien recibe una noticia terrible y tiene que huir en el momento. Su rostro, que había transitado por la alegría y por el deseo, ahora se tornaba cetrino. Para colmo, unas lágrimas densas colmaban sus ojos, como intentando lubricar el dolor. Las lágrimas me repelieron, dispersando el anhelo de hacerla mía. Y creo que fue mejor, porque así me evité la angustia que siempre provoca la pretensión de poseer a alguien (fútil argumento, pues acaso y sucintamente podemos poseernos a nosotros mismos). En el camino a su camión, y con el fin de romper un poco la incomodidad del silencio, le pedí recomendaciones culturales, quería conocer más sobre el sur de España: Lorca, por su puesto, los cuentos de Washington Irving, escuchar las suites andaluzas de Albéniz, Tárrega, y el rock progresivo de Tabletom. No pasó nada más. Habíamos tenido lo suficiente. Y es que nunca hay cosas absolutamente necesarias.

Me levanto de la banca y me encamino hacia avenida Universidad, por Francisco Sosa. Cada paso me ha hecho rememorar con detalle lo sucedido el día de hoy. Ella se encuentra muy probablemente por llegar a casa. La calle es ahora más oscura, los árboles me resultan sospechosos, eternos entes atados a un lugar específico, símbolos del romanticismo y del terruño. Los adoquines, presos de la penumbra, sólo refulgen con el paso itinerante de los autos. Me detengo un momento frente a la ventana de la niña, pero ya se encuentra cerrada; aun así aguzo el oído esperanzado en que las notas de aquella sencilla pieza musical lleguen hasta mí, pero no escucho nada; observo con detenimiento pero sólo alcanzo a percibir la textura de una cortina, que más bien parece el oscuro telón de una obra acaecida hace mucho tiempo. Llego a la avenida Universidad y observo la capilla de Panzacola, último eslabón de esa arquitectura colonial que cobijó este extraño día. Abordo el camión y tomo asiento en la parte trasera. Escucho el murmullo de los usuarios, concentrados enteramente en lo suyo, ajenos por completo a lo que me ha sucedido, como yo lo estoy de sus vidas. Saco la anforita de mezcal y bebo las últimas gotas. El ardor estomacal parece resurgir de pronto, como una inmediata reacción a la falta de alcohol. Por la ventanilla observo el asfalto y las construcciones de la ciudad, que recorremos rápida y atrabancadamente. La imagino llegando a su hogar, ya su esposo la estaría esperando. Recuerdo cuando mi exmujer me recibía en casa, con su voz tersa a pesar de mi ebriedad, observándome con sus inmensos ojos de niña descubriendo el mundo; dispuesta a preparar la cena con la conmiseración del que comprende al borracho; para después servir un par de tazas de café humeante donde sopearíamos el pan de dulce de alguna panadería de abolengo. Pero no habrá nadie, tan sólo un espejo que, harto ya de todo, bajará la mirada, y una cama vacía, ausente del calor de su cuerpo. Mierda, no me apetece llegar a mi departamento y encontrarme de lleno con esa bochornosa realidad. Pienso en algunas opciones: podría dirigirme hacia Iztapalapa, la casa de mis padres, llegar ebrio como en los viejos tiempos y devorar la comida sobrante preparada por mi madre, pero no, es mala idea, tan sólo preocuparía a los viejos, y qué cosa más injusta que darles problemas a aquellos que nos engendraron. Tal vez pueda llamarle a algunos de mis camaradas, pero no tendría chiste, qué difícil es buscar comprensión cuando uno actúa en la soledad, sin interlocutores, sería necesario explicarles todo con detalle, ya imagino sus respuestas: güey, otra vez enamorándote de modelos, ese es tu pinche problema, deberías de fijarte en viejas de tu altura. Y es que somos tan dados a emitir juicios a botepronto. Y no lo digo sólo por ellos, sino también por mí. Con todo, me consuela pensar que también habrán vivido cosas importantes el día de hoy que les habrán procurado más placer que dolor. Me acurruco en el asiento ante el estremecimiento que me provoca la brisa fría que se cuela del exterior. Descanso mi frente en la mochila e intento dormir. No puedo decirlo con exactitud pero sé que algo he aprendido hoy, demasiado bien.

‘Café Nocturno’. Óleo sobre lienzo, Vincent van Gogh, 1888