Diez escenas oaxaqueñas

¿Acaso amor, o el odio de mí mismo?
Tan cerca siento su secreto diente
Que puede convenirle todo nombre.
No importa. Siempre sueña, quiere, toca,
Ve: le gusta mi carne. ¡Yo, yo vivo,
Ay, de pertenecer a este viviente!

Paul Valéry.

1. Paisaje. Contaba con ocho o nueve años la primera vez que visité Oaxaca de Juárez. Era yo un niño bonachón y regordete que pasaba los días comiendo, jugando, durmiendo o bebiendo; aunque no necesariamente en ese orden. Era época de lluvias, o así lo infiero, pues aún hoy, cada vez que observo una ventana un día lluvioso, recuerdo el paulatino golpeteo de las gotas estrellándose contra la ventanilla de aquel viejo autobús que nos llevaba, a través de la sierra, del Distrito Federal hacia Oaxaca. Recuerdo cómo algunas gotas se fusionaban con otras hasta formar pequeños hilitos de agua que semejaban ser caminos que descendían poco a poco en direcciones imprevisibles. Detrás de esa ventana se sucedían paisajes sublimes: cerros de cactáceas, pequeñas plantaciones de maíz o de trigo, campesinos arando la tierra a pesar de la incipiente llovizna, y hasta nubes surcando un cielo de cuentos efímeros. Y yo completamente concentrado, sin distracción alguna, indiferente del tiempo: ensimismado de vida. Sólo algo me quitaba el sueño, la imagen de los barrancos, que eran obscuros aun de día.

2. Mi padre. Íbamos solos mi padre y yo. No intercambiábamos palabras más allá de lo necesario. Él, con su piel amaderada y su mirada contemplativa, suspiraba de vez en cuando. Y esto era evidente al reparar en su semblante reacio, de una sola pieza. De vez en cuando esgrimía un gesto, un movimiento de manos, como diciéndome, despreocúpate, estoy bien, todo está bien. Aún hoy me pregunto en qué estaría pensando. Qué clase de sentimientos le oprimirían el corazón. Sentía la necesidad de decirle algo, tal vez que yo estaba allí con él para ayudarlo; pero al observarlo tan imponente como un roble, reculaba y continuaba observando el paisaje. Me sentí satisfecho de no haber roto ese silencio soberano. Por el contrario, abrevé la vida de los gestos de sus manos, de cada uno de los suspiros emanados de su persona.

3. Mercado 20 de noviembre. Al entrar por primera vez al mercado 20 de noviembre me encontré un crisol de olores, colores, ruidos y personas de todo tipo. Un movimiento continúo que había observado en menor escala en el tianguis de mi colonia, pero llevado a derroteros insospechados: los pasillos de panes de diferentes consistencias, los locales de dulces, las vitrinas con carnes frías y lácteos y los expendios de mezcales embelesaron mi mirada. Mi padre y yo nos dirigimos directamente a la zona de carne para ordenar una canasta de longaniza, tasajo y tripa de leche con su respectiva guarnición de chile de agua. Él bebió varias cervezas. Yo engullí comida como si no hubiera mañana. Al salir del mercado observé una artesanía de Coatlicue y no estuve contento hasta que la tuve en mis manos. Mi padre, más que indispuesto, cedió ante mis ruegos, y de mala gana puso en la mano del artesano los 500 pesos del costo de la pieza.

4. Mezcal. Hasta antes de conocer a Mariel, Oaxaca consistía para mí en repetir el ritual de mi niñez: comer algunos tacos de cecina, otros de tripa de leche y un par de cervezas en el mercado 20 de noviembre. Más un detalle extra: con la intención de digerir lo consumido, paseaba por los expendios de mezcal de los alrededores para disfrutar de las pruebas gratuitas. Ya un poco entonado, bromeaba con las empleadas de las mezcalerías, porque casi siempre eran mujeres, o por lo menos siempre que yo iba. Bromas inocentes, nada de albures. Les decía que tenía que llevar algunos litros de mezcal a casa porque mi mujer bebía demasiado, y que esa forma era la única de tenerla contenta. Algunas de ellas sonreían y otras se mostraban desconfiadas. El mezcal desplazaba el pésimo sentido del humor de mi sobriedad, y en su lugar advenía el cinismo y la desfachatez, el sentido común.

5. Calle Valerio Trujano. Mariel abrió mi corazón hacia facetas insondables de esa hermosa ciudad. En nuestro primer viaje el placer tomó otro derrotero, en todos los sentidos: la comida, la bebida, el arte. Llegamos en un autobús colectivo a las afueras de la ciudad y nos introdujimos al centro por Valerio Trujano. Notamos cómo las calles alejadas del centro adquirían otro encanto: el abandono y la longevidad las había salpicado de una belleza singular: las grietas de la acera, la pintura desgastada de las casas parecía cobrar vida en un lienzo secreto. Y cada paso era una pincelada de la cual nosotros eramos participes. Paramos en la cantina La Superior y bebimos varias copas con su respectiva botana. Durante la sobremesa, estiré los pies y me desparramé cuan largo era mientras ella acariciaba mi barriga como procurándole una buena digestión. Antes de ella, la vida se me iba en fingir ser otro. Pero en ese momento era yo: un hedonista, un flatómano sin tapujos. Y alguien estaba de acuerdo con ello. Y no sólo eso, sino que también era feliz.

6. El gringo. Notamos un alboroto de gritos y risas que provenían de un rincón de la cantina, pero no habíamos prestado la atención suficiente. Entonces reparamos en un gringo acodado en la barra. Lo acompañaban algunos mexicanos que lo estaban albureando y reían atrabancados. De tan enteros parecían casi sobrios. Él, en cambio, completamente ebrio, rebatía apenas algunas palabras sin sentido. Se esforzaba por hablar en español, por mantenerse en pie y parecía cuestionarnos a todos con ese esfuerzo sobrehumano. Y al mismo tiempo comprendernos, como diciendo estamos a la par, nos dedicamos a lo mismo, el mismo cielo nos observará mañana, cuando estemos de nuevo al filo de la navaja. Entonces vi en ese gringo a Malcolm Lowry, a su Cónsul, mejor dicho, en la antesala de la muerte en la Cantina El Farolito, esforzándose por existir.

7. Bicicletas. Cómo fingimos sobriedad, no lo sé, el caso fue que nos prestaron unas bicis en el Museo de Arte Contemporáneo. Le pedí a Mariel que me guiara excusando mi pésimo sentido de la orientación. Yo, detrás de ella, depositaba mis ojos en sus hombros blancos, en su cabello castaño, que me encantaba verle recogido. Ella volteaba a verme de vez en cuando con un dejo de preocupación, pero yo la tranquilizaba tratando de mantener la recta. Al paso de las calles el mezcal, que yacía solicito en el fondo de mi anforita, y que yo sacaba en alguna que otra esquina para dar un sorbo, hizo de las suyas: comencé a trastabillar con la bicicleta y por momentos los pedales rosaron la acera, pero no caí. Mi visión periférica alcanzaba a distinguir el barullo de las personas, los turistas, los marchantes, las personas caminando en la calle, algún músico solitario tocando melodías hermosas, una familia pobre pidiendo limosna.

8. La niña. Salimos extasiados y continué bebiendo cerca de la catedral, diversas personas bebían y escuchaban música. Al llegar observamos una niña que cargaba una canasta en su cabeza y danzaba arrebatada. Era feliz, en su imperturbable y total ejercicio dancístico. Y al mismo tiempo impenetrable, como resguardada por una esfera. Nunca he visto a nadie ser feliz de esa manera.

9. Enoc. Fuimos a La Lonja y llené mi anforita de mezcal. Bromeé con los dueños del establecimiento y me pidieron ser cuidadoso. Guarda tu cámara, me dijeron, porque los rateros andan desatados. Pero yo no la guardé. En la Casa del Mezcal, nos hicimos amigos de Enoc, un campesino de Tuxtepec. Nos dijo que eramos una pareja hermosa. Yo estaba ebrio y le abrí mi corazón, y estoy seguro que él también lo hizo conmigo. Un tipo tocó mi hombro y me dijo que Enoc había salido corriendo con mi cámara en sus manos. Yo reparé en que no la tenía y salí lo más rápido que pude. Lo intercepté algunas calles adelante. Él me miró, no supo que decirme e intentó escapar. Cerré el puño y lo golpee lo más fuerte que pude. Lo miré tirado en el pavimento. Ambos aprendimos mucho aquella noche.

10. Hostal Zipolite. En el hotel observé el hermoso cuerpo de Mariel: sus senos firmes, sus piernas bien torneadas, su trasero bien delineado. Todo en su lugar. Nada sobraba ni faltaba, ni siquiera los lunares que surgían de los lugares más caprichosos. Su belleza se intensificaba ante el contraste de mi barriga chestertoniana y mi piel morena, con imperfecciones evidentes. Una cierva blanca y un perro callejero.

 Todo esto lo recuerdo desde lo alto de la comunidad de Narreje, en las cercanías de Coixtlahuaca, Oaxaca. Con un mezcal en la mano y haciendo un repaso por mis veinticinco años (la mitad del camino de nuestra vida, dijo Dante a tal edad, en su primer incursión al infierno; la mitad del puerco camino de nuestra vida, dijo el Cónsul, tal vez Lowry, en su primer viaje al infierno mexicano; también tenía veinticinco Ivan Karamazov cuando dialogó con Mefistófeles e invocó la culpa y destruyó su cordura; Manuel Acuña perforó con cianuro su estómago porque no quiso llegar a los veinticinco). Y aquí estoy más solo que nunca, descubriéndome en la lamentación bucólica de Alfonso Reyes interpretada en estas tierras oaxaqueñas. “Y sólo trato conmigo, / los secretos que me digo”.

Obra de Gustavo Arias Murueta, tomada de su sitio de internet

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